Las películas de zombies llevan un tiempo queriendo reinventarse, o al menos buscando nuevos terrenos que explorar. Tras décadas dándole vueltas a los mismos conceptos una y otra vez, de manera más o menos acertada, en los últimos años estamos asistiendo a pequeñas variaciones dentro del género, que buscan deconstruir su misma esencia, tejiendo metáforas que nos obligan a reflexionar acerca de nuestro propio mundo real.
Títulos como Retornados (Manuel Carballo, 2013) o la televisiva In the flesh son parábolas aceptables que tratan de hablarnos de la reinserción social y del odio hacia aquellos que son diferentes. Y no son los únicos ejemplos, aunque pese a todo el género se resiste a darle la espalda a sus señas de identidad, y ahí tenemos a esa Guerra Mundial Z en la gran pantalla, o a The Walking Dead y Z Nation en la pequeña, manteniéndose fieles a lo que todo buen aficionado a los zombies podría desear. Y mejor no hablemos de sinsentidos como esos Castores zombies y similares que de vez en cuando van apareciendo por las estanterías de las cintas que se estrenan directamente en DVD.
Dentro del proceso de desaceleración que algunos quieren imprimir a los muertos vivientes de toda la vida, en Maggie nos topamos con una historia que huye de los patrones clásicos del género, quizá como resulta de un sentido de culpa por parte de sus responsables, de un querer huir de los clichés. Queriendo construir un producto de mayor calidad intelectual, que no se ciña al esquema habitual ya conocido, acabamos siendo testigos de una especie de film crespuscular y minimalista cuyo director bebe bastante del Terrence Malick más ensoñador, con ecos también a Take shelter (Jeff Nichols, 2012).
La elección de estilo visual no es que sea reprobable, pero mucho nos tememos que los colores degradados y la estética plomiza acaban por provocar que la cinta se contagie de dichas características, y su pesadez es un considerable escollo a superar. Tampoco ayuda que la historia prefiera jugar a ser contemplativa, prescindiendo de alguna escena de acción más que capte nuestro interés: abundan los paseos por los bosques, y los trayectos por carretera donde los personajes contemplan los grises atardeceres. Además, desespera la morosidad con que se trata la premisa básica de la trama, ya que en cualquier película de zombies al uso apenas ocuparía cinco minutos: la necesidad de matar a un ser querido cuando sabes que solo es cuestión de tiempo que termine transformándose en un muerto viviente. Alargar algo así hasta noventa minutos de duración se nos antoja excesivo, por mucho que el envoltorio sea distinto a lo solemos ver en este tipo de estrenos.
Destaquemos, por salvar algo, la buena labor de los actores (afortunadamente Abigail Breslin no se ha echado a perder con el paso de los años), entre quienes incluso la extrema contención de Arnold Schwarzenegger nos pilla por sorpresa y no resta puntos al conjunto: quién le iba a decir al exgobernador de California que algún día iba a participar en una película tan pausada.