Entre la oscuridad y suciedad de los suburbios de Londres, en un segundo plano respecto al protagonismo de Jack el Destripador, el sangriento barbero que rebanaba gaznates como pasto para la rica empanada, sigue siendo una leyenda que algunos quisieron creer responsable de hasta 160 asesinatos en el siglo XVIII.
Su historia no obstante podría limitarse a algo más prosaico, un breve relato publicado en el periódico The People en el año 1846 y adaptado a teatro para hacerse allí con un nombre, que pasaría posteriormente a ser Sweeney Todd en 1973 por obra y gracia del dramaturgo Christopher Bond.
No obstante fue su salto a Broadway el que le dio repercusión como obra gracias a la singular mezcla de sangre, locura y venganza que combinaba y que a la postre encandilaría mucho tiempo después -por motivos evidentes-, a Tim Burton. Porque para un devoto seguidor de las historias truculentas, amante de los personajes de apasionado lado oscuro y experimentado en orquestaciones musicales, era fácil sentirse cercano a un proyecto como el de Sweeney Todd. Y a pesar de que no se considere precisamente un seguidor del género musical, varios de sus trabajos (como sus cintas de animación Pesadilla antes de Navidad, La Novia Cadáver o las coreografías de los Oompa Loompas de Willy Wonka) contienen tramos cantados elaborados con gran habilidad y capaces de llegar a cualquier público.
Cierto que en esta ocasión la carga es mucho mayor y apenas hay espacio para frases sueltas que se escapan entre representaciones. A quienes se les revuelve el estómago cuando toda forma de diálogo queda encerrada entre intercambios cantores les ayudará el despliegue visual marca de la casa, en esta ocasión con el diseño de producción de Dante Ferretti (Gangs Of New York, El Aviador, Entrevista con el vampiro) amén de la dirección en fotografía de Dariusz Wolski, experimentado entre otras cosas por la larga saga de Piratas del Caribe. También podrán sentirse intrigados por lo atractivo de la historia. Y difícilmente no podrán sentir emoción contemplando una nueva exhibición de talento por parte de Johnny Depp, transmutado en un perturbado ciego de ira que esconde entre su locura un dolor que le consume.
El ajuste en los tiempos para adaptar una obra desde las 3 horas, pese a la irregularidad característica en el curriculum de John Logan como guionista (irregularidad subrayada en varios tramos de Gladiador o de El Último Samurai) permite que las representaciones cantadas no sean un obstáculo sino un aliado emocional que antes de saturar da paso a una nueva escena, de tal modo que uno no llega a dormirse si es capaz de entender las mayores virtudes de la versión original (evitando así el error sacrílego cometido en su momento con la adaptación de El Fantasma de La Ópera) y es capaz de rendirse ante los subtítulos.
Puede no obstante que género y formato imponga deserción a quien buscara los rasgos habituales de Tim Burton sin saber la que se le venía encima, pero entregado a su estilo es fácil percibir el universo genuino de su director, dejando el único efecto secundario de un largo rechazo al olor de la empanada de carne.