Las cintas centradas en el mundo del boxeo no se caracterizan precisamente por su espíritu innovador. Mirando por encima de aquellas que ponen el acento dramático más en las turbulentas circunstancias relacionadas con sus protagonistas que en la competición –como es el caso de Million dollar baby o The fighter–, el cine parece condenado bien a apostar por las biografías de mitos del deporte –Ali, Toro salvaje, Huracán Carter– o por la sobada fórmula que consiste en ir paulatinamente preparando el terreno a lo largo del metraje para un combate que supondrá el colofón a la película, y donde se desatarán las pasiones que se han ido alimentado con el paso de los minutos. En este sentido, la saga de Rocky siempre ha sido el referente indiscutible a la hora de valorar otros productos similares.
Cuando parecía que Sylvester Stallone había dado carpetazo definitivo a la historia de Rocky Balboa con la película homónima de 2006, entrañable y poco más, el casi debutante Ryan Coogler ha conseguido convencer a la estrella para abrir una nueva puerta, esta vez dando el protagonismo a un joven negro y dejando al veterano boxeador en un segundo –aunque imprescindible– plano como entrenador de este nuevo púgil, hijo del mítico Apollo Creed. Así pues, este film busca simultáneamente contentar a los fans de toda la vida y asfaltar el terreno propicio para que las andanzas de este nuevo luchador calen entre las nuevas generaciones. El tiempo (y las posibles secuelas) dirá si lo han conseguido.
Creed no se arriesga en demasía, y se ciñe a la fórmula arriba mentada: sabemos perfectamente qué fases va a ir atravesando el argumento (tanto en lo esencial como en la endeble subtrama amorosa), para desembocar en un combate final que no está a la altura de las expectativa, pese a que los esfuerzos del realizador por hacerlo atractivo –a los que hay que sumar un par de planos secuencias previos bastante meritorios– no pasarán desapercibidos. La falta de emoción, sin embargo, no se puede suplir con mera pericia fílmica.
De todos modos, es plausible que ante un producto de estas características, esclavo de su propio armazón, el espectador logre estar en casi todo momento medianamente entretenido, entre breves apuntes nostálgicos y sencillos toques de humor, y concluya pensando que, en efecto, las primeras películas de la saga tenían mayor encanto, pero pese a todo esta reformulación del mito consigue salir airosa en su empeño; y es capaz de hacer que incluso Stallone sea capaz de cosechar más de un premio gracias a su interpretación de este Rocky Balboa crespuscular pero campechano.