No intentemos negarlo: llega la comedia americana pastelosa de la semana y nos ponemos a temblar, en vista de todo lo (malo) que se suele hacer en dicho género. Luego hay que ver si los temores se cumplen o no. En el caso que nos ocupa, estamos ante la tercera película de Menno Meyjes –con la segunda, Manolete, curiosamente aún por estrenar–, basada en una novela de cierto éxito de David Gerrold.
El protagonista es David, un escritor que tras la muerte reciente de su mujer decide emprender una aventura vital bastante peculiar, adoptando a un niño problemático que ya ha pasado previamente por varios hogares sin lograr la adaptación deseada. La personalidad excéntrica de ambos, solitarios y con un universo interior muy rico, puede ayudar a que en esta ocasión la experiencia fructifique y el niño acabe encontrando acomodo definitivo. En ese sentido, resultan interesantes los paralelismos que se establecen entre los dos en determinados momentos.
Uno de los atractivos de la película es que el niño a adoptar dice ser un habitante de Marte que se halla en la Tierra en una misión especial, detalle que nos recuerda obviamente a K-Pax (Ian Softley, 2001), donde el personaje de Kevin Spacey también jugaba al equívoco con un dato parecido. En el saco de los aciertos también entra prácticamente la primera mitad de la cinta, donde un John Cusack tan enorme como siempre borda el papel del escritor protagonista, acompañado en algunas réplicas por su propia hermana (que también interpreta a la hermana del literato) y otros secundarios como Amanda Peet o el dicharachero Oliver Platt. Más anecdótica resulta la presencia de Anjelica Huston, que vuelve a cruzar sus caminos con Cusack casi dos décadas después de la brillante Los timadores (Stephen Frears, 1990).
Es también en el primer tramo de El niño de Marte donde nos encontramos con las mayores señales de vida inteligente, con detalles curiosos del guión que nos prometen mucho más de lo que luego recibiremos. Pero al menos ahí queda esa crítica al afán hollywoodiense de exprimir cualquier éxito en forma de secuelas interminables, (simbolizada por la presión que se ejerce sobre el protagonista para que escriba la continuación de una novela en cuya conclusión todos los personajes habían muerto), así como destellos puntuales de ingenio.
Sin embargo, el estancamiento que padece la historia a partir de su ecuador prácticamente acaba con todo el interés que pudiéramos sentir por ella. La factura telefílmica se hace más obvia cuando el guión se limita a contemporizar, regodeándose en la situación que ya nos han presentado con anterioridad y dedicándose a dar vueltas sobre sí mismo sin aportar novedades. Presenciando por enésima vez al protagonista preguntarse si ha hecho bien adoptando al chaval, y dándonos igual si el niño es realmente un marciano o no, el agotamiento puede con el espectador y nos damos cuenta del vacío argumental y sentimental que nos quieren hacer pasar por trascendental y emotivo.
Lástima que una idea cercana a la propuesta en Un niño grande (Paul y Chris Weitz, 2002) degenere en un producto de sobremesa ñoño con el añadido de un chaval cargante que es un cruce entre Macaulay Culkin y Michael Jackson. Terrible imagen, ¿verdad? Parece que al fin y al cabo sí que había que ponerse a temblar ante este estreno.