Se hace raro ver a Dani de la Orden a los mandos de un producto tan prefabricado como este. El realizador catalán, que en poco más de dos años nos había hecho llegar un díptico entretenido y curioso compuesto por Barcelona, noche de verano y Barcelona, noche de invierno, se suma a un proyecto pergeñado por El Terrat y que se ha diseñado a mayor gloria de sus dos protagonistas, un Berto Romero que cada vez cuenta con más espacio en la cartelera (sin que sus dotes actorales sean nada del otro mundo, pese a las nominaciones a los Goya) y un Andreu Buenafuente que siempre ha sabido destacar en su faceta de showman y presentador, pero que no es un actor propiamente dicho (sus cameos en la saga de Torrente deberían ser su techo en la profesión, imaginamos).
Si nos ponemos a repasar otras parejas cómicas televisivas que dieron el salto a la gran pantalla, el poso amargo que nos dejaron –si es que somos capaces de recordar algunos de aquellos engendros fílmicos– no augura nada bueno para El pregón. Las experiencias previas con Martes y Trece, Cruz y Raya, Los Hermanos Calatrava, el Dúo Sacapuntas o Los Morancos animan a no entrar en la sala de proyección, pero la innegable química entre Buenafuente y Romero –comprobable cada semana tanto en televisión como en el programa radiofónico Nadie sabe nada– sirve de aliciente para sentarse en la butaca a ver qué ha surgido de la pluma de Daniel González (colaborador habitual del realizador de la cinta) y David Serrano, en su día guionista de las dignas El otro lado de la cama o Días de fútbol.
Es obvio que El pregón surge al rebufo de Ocho apellidos vascos y su secuela –no en vano la idea original surge de Diego San José, guionista de aquellas–, y que otra vez asistimos a una comedia donde se contrastan dos ambientes distintos para crear el humor viendo cómo algún personaje intenta sobrevivir en un entorno chocante: de nuevo hay que recordar la influencia de Bienvenidos al norte (Dany Boon, 2008) sobre este renacer del subgénero “qué brutos son en los pueblos”, que en los últimos años ha ido dando muestras de relativa buena salud con Primos, Que se mueran los feos o Las ovejas no pierden el tren.
Lo mejor del film es la buena interacción entre los protagonistas, que consiguen sacar adelante algunos momentos ciertamente bochornosos. Hay risas, qué duda cabe, pero en general el guión deja entrever una desgana importante por parte de sus responsables, que deberían haberse estudiado mejor la filmografía de Luis García Berlanga. La mano del director también deja una sensación de ir a medio gas, con un tufo de telefilme únicamente roto por pequeños trucos de realización que evitan que el resultado final se hunda en la miseria más absoluta.
Hay que agradecer la breve duración de la película, aunque nos tememos que se ha logrado merced a aplicar tijeretazos inmisericordes en la sala de montaje, intentando salvar ciertos momentos de vergüenza ajena. Ello conlleva que el ritmo se resienta, y que la trama avance a trompicones. Menos mal que, para compensar algo la balanza, se ha contando con The Pinker Tones en la parte musical para conseguir retrotraernos a esa época de finales de los ochenta y principios de los noventa en que grupos como el de los protagonistas copaban las listas –curioso el cameo del videojockey Fernandisco, por cierto–, y donde tonadas horteras pero pegadizas como las que pueblan la película nos hacían bailar en las discotecas.