Otra producción Filmax por completo prescindible, y directamente absurda en el suspense que plantea
En el debate sobre el modelo empresarial que debería propiciar el cine español para sortear su crisis endémica, el productor y distribuidor Julio Fernández lo ha apostado todo a lo comercial. Ya sea a través de la compañía que posee, Filmax, como de su filial Fantastic Factory, Fernández no duda en recurrir a la co-producción, a estrellas extranjeras, al género fantástico, a la animación, con tal de hacerse un hueco en un panorama en el que, sin duda, nadie regala nada. REC, El Lobo, Pérez: el ratoncito de tus sueños, Tapas o El Perfume demuestran que sus tácticas generan a veces resultados apreciables.
Ahora bien, la desproporción entre ese puñado de películas dignas y la enorme cantidad de mediocridades a las que está ligado en diversos grados el nombre de Fernández, le hacen dudar a uno de que haya en sus actividades más propósito que el del enriquecimiento económico, con lo que eso tiene de peligroso cuando se está gestionando un medio al que cabe exigir unos mínimos de dignidad artística. Habrá quien argumente que Fernández está, al menos, ‘haciendo industria’, al modo de Hollywood. Pero, ¿qué sentido real tiene crear una maquinaría de movimiento perpetuo per se, carente de dirección, que se limita a correr por una vía muerta alimentada por combustible de dudosa calidad? La lista de películas malas, fallidas, ni siquiera taquilleras, amparadas por Filmax es escalofriante, y sobre todo desalienta comprobar que muchas de ellas son, por encima de cualquier otra consideración, absolutamente prescindibles. Que sólo existen para engrasar vete a saber qué engranajes productivos.
Es el caso de Transsiberian, una película ni mucho menos tan indignante como aquella La Monja de insoportable recuerdo, pero que no debería haber salido nunca del departamento de proyectos de su productora, puesto que carece de un mínimo valor intrínseco. Que en ella participen actores de variado renombre, que esté rodada en localizaciones exóticas, o que sus imágenes respiren desahogo y corrección, no puede ni debe ocultar que en lo esencial, es decir, la historia que nos cuenta, Transsiberian es en el mejor de los casos absurda.
Nos apena especialmente por su director, Brad Anderson, que en Sesión 9 y El Maquinista había dado fe de unas cualidades que en esta ocasión quedan limitadas a la buena interpretación de Emily Mortimer, y al eficaz manejo del suspense en un par de escenas. Por lo demás Anderson se muestra incapaz de salvar un guión que durante largo rato, a cuenta de una pareja de norteamericanos (Woody Harrelson y Mortimer) que viaja de Pekín a Vladivostok en el mítico Transiberiano y se topa en el tren con otra pareja de jóvenes (Eduardo Noriega y Kate Mara), parece ser un drama turbio, pasional; que deriva después a la intriga criminal; y que concluye como thriller a lo Steven Seagal cuando el encargado del casting se acuerda de que se había contratado a Ben Kingsley.
En sí mismas, estas oscilaciones no tendrían porqué haber carecido de interés, si se hubiese podido percibir en el conjunto una intención, un objetivo. Pero el drama carece de relieve, la intriga adolece de varias ridiculeces, y la acción se plantea sin lógica alguna. Y los quiebros genéricos se suceden básicamente, o al menos da esa impresión, para llenar un metraje estándar que permita decir que entre los títulos de crédito iniciales y los finales hay una película.
No es así. Transsiberian es un simulacro. Posiblemente sirva para cuadrar balances, equilibrar ejercicios fiscales y dar señales de actividad económica a quien interese. Pero tiene de cine lo que servidor de rubia.