Frente a los productos de animación que buscan innovar en un sentido u otro, tenemos la certeza de que habrá franquicias que siempre retornen a la cartelera con un nuevo (y leve) giro de tuerca a su propuesta típica, tratando de hacer caja gracias a su clientela fija. Si en el primer grupo encontramos ejemplos recientes como la fantástica Del revés o un experimento como Anomalisa (Charlie Kaufman, 2015), que juegan con el fondo y la forma, respectivamente, no nos cabe duda de que los personajes de Madagascar, Kung Fu Panda o los animales de la película que aquí nos ocupa siempre terminarán por regresar de un modo u otro a la gran pantalla, sin que por ello debamos desdeñar su capacidad de entretener, que es de lo que meramente se trata a veces en este mundillo del cine.
La quinta entrega de Ice Age insiste en todas las virtudes y defectos de la franquicia. Un inicio con la ardilla Scrat persiguiendo la sempiterna bellota de sus amores da pie a un desastre de proporciones cósmicas que puede acabar con el mundo donde tan plácidamente habitan nuestros protagonistas. Las sucesivas escenas donde dicho animalejo sigue metiendo la pata constituyen, por enésima vez en la saga, lo más desternillante del film con diferencia, arrancando unas cuantas carcajadas entre la audiencia.
No es que la cinta sea torpe o aburrida, claro está. Pese a que no podamos encontrar ninguna doble lectura especialmente apetecible para los adultos que acompañan a los infantes a la sala de proyección, tampoco es un detalle muy relevante: una vez decidimos entrar en el descabellado juego que propone la película –animales desviando un meteorito para que no destroce la Tierra, más un montón de detalles igualmente irracionales–, no cuesta demasiado disfrutar del ingenio, la diversión y algún que otra referencia, esta vez sí, más disfrutable por los adultos (al final de El planeta de los simios, verbigracia).
Para compensar el despliegue de movimientos alocados, diálogos absurdos y el slapstick que no cesa tenemos, por el contrario, la trama familiar protagonizada por los mamuts, que responde a la cuota familiar y sentimental (y de bostezos) que los productos para todos los públicos parecen exigir siempre. Por suerte, hay un montón de secundarios que logran elevar el nivel de interés justo a continuación: la comadreja, la llama gurú, la abuela del perezoso...
En resumidas cuentas, y de forma parecida a la de Madagascar, esta saga de los estudios Blue Sky ha ido ganando enteros con el paso de los años, reafirmando sus puntos fuertes –personajes extravagantes, interacciones con chispa, humor visual–, de forma que el estiramiento del chicle, aunque evidente, no deja mal regusto ni cae en la autoparodia. No hallaremos ni el riesgo ni la innovación que mencionábamos al principio, pero habría que ser muy cínico para no reconocer que es complicado no estar entretenido durante su visionado.