Comedia dramática sin asideros formales ni emocionales de ningún tipo, cruda como la vida misma
Hay algo inaprensible en las fotografías tomadas cuando eran pequeñas a las personas que amamos. Esa niña que cabalga sonriendo una caja de galletas, ese niño tan solo en un enorme sofá, ese flequillo que no logra ocultar una mirada asustada, nos brindan un atisbo del universo vasto y desconocido de sus infancias, que nunca podremos conocer y que sin embargo ha definido irreversiblemente sus personalidades como adultos.
La guionista y directora Tamara Jenkins apenas da pistas sobre la niñez de los hermanos Jon y Wendy Savage. Pero las que ofrece son tanto o más inquietantes que el retrato de ambos ya en la mediana edad: resulta sintomático que Jon (Philip Seymour Hoffman) sea un erudito universitario especializado en Bertolt Brecht, creador del efecto de distanciamiento dramático; que apenas abra la boca si no es con laconismo o ironía; y que sea incapaz de comprometerse con su novia polaca, ni siquiera cuando ésta ha de dejar el país por problemas con su visado. En cuanto a Wendy (Laura Linney), es una mentirosa patológica con graves problemas de dependencia emocional, obsesionada con obtener a toda costa una beca literaria que le permita escribir una obra teatral “audazmente” autobiográfica.
Los caracteres de Jon y Wendy se verán puestos a prueba cuando su padre (Philip Bosco), el hombre que ha marcado irreversiblemente sus vidas, vuelva a entrar en ellas solo y senil. Pero Jenkins desarrolla este encuentro renunciando no solo a cualquier tentación melodramática o cómica expresa, sino también a esos tics formales cada vez más irritantes del cine indie estadounidense (salvo, quizás, en lo relativo al por otra parte magnífico póster original del film, obra de Chris Ware). Jenkins prefiere seguir la línea de su ópera prima, Slums of Beverly Hills (1998), una peculiar comedia que hacía, desde luego, justicia a la célebre frase de Tolstoi sobre las familias felices e infelices con que se abría; de otra cinta sobre relaciones padres/hijos con Laura Linney en el reparto, Una Historia de Brooklyn; o de películas de Alexander Payne —productor de La Familia Savages— como Entre Copas o A Propósito de Schmidt. Es decir, apela a un minimalismo costumbrista, moroso, más propio de ciertas corrientes autorales europeas, que fuerza al espectador a leer constantemente entre líneas, sin asideros sentimentales ni epifanías hasta el último segundo.
La revisión existencial y afectiva a que los hermanos Savage se ven abocados en contacto con su padre adopta así un cariz muy sutil, que se extiende a los otros muchos temas abordados por la película: los problemas que están acarreando la longevidad de nuestros mayores y nuestro escaso compromiso con ellos. La constatación de una sociedad formada por descreídos chicos ostra que con la desaparición de sus progenitores se verán abocados a una soledad absoluta. El catastrófico panorama de las relaciones sentimentales de hoy. Los intentos desesperados por otorgar a la propia vida un sentido recurriendo a la expresión cultural...
Las excepcionales interpretaciones de Philip Bosco, Laura Linney y, sobre todo, Philip Seymour Hoffman, y la fotografía sucia de Mott Hupfel, son valores añadidos a esta crónica tan lúcida, a veces tan árida, como nuestras propias vidas si las despojamos de ese oropel con el que nos engañamos a todas horas en la calle... y en los cines.