En los Juegos Olímpicos de Sydney 2000 participó un nadador guineano cuyo entrenamiento había consistido en nadar los meses previos a la cita olímpica en la piscina de 22 metros de largo de un hotel. Era la primera vez que veía una piscina de 50 metros. Este tipo de participaciones, incluso si el atleta no cumple las marcas exigidas, son promovidas por la organización como ayuda a países en vías de desarrollo. Normalmente el atleta no llega a hacer la prueba, se autodescarta por lesión o realiza salidas nulas hasta la descalificación. Pero Eric Moussamanbani saltó. Y nadó. Nadó como podía, como sabía, en el estilo menos ortodoxo que se recuerda en una prueba de 100 metros libres. Eric braceaba furiosamente sin apenas avanzar. Tras el giro de los primeros 50 metros, no le quedaba aliento para meter la cabeza bajo el agua al ritmo de sus brazadas. La grada trocó las sonrisas y burlas iniciales en silencio. Después, algún tímido aplauso. Los últimos 15 metros fueron agónicos. Eric removía un torbellino de agua a su alrededor pero era incapaz de alcanzar la pared. El público estaba en pie, jaleándole, ovacionándole. Eric finalizó la prueba con un registro que doblaba el del vencedor. Incluso mayor que el del vencedor de los 200 metros.
Este hecho probablemente constituya la más clara y reciente metáfora que hayamos visto sobre África. Cada año, la Organización Mundial de Comercio se reúne para cerrar los acuerdos y estrategias comerciales entre países. Cada país africano es representado por aproximadamente 3 delegados, unos 100 para todo el continente. La Unión Europea lleva 650. En los escasos días de la cumbre, tras los actos genéricos de presentación y declaración de buenas intenciones, los países occidentales se reúnen a puerta cerrada para ultimar acuerdos. Los estados africanos no son invitados a estas reuniones y, cuando lo son, no disponen de representación suficiente para asistir a todas y poder oponer resistencia a lo que en ellas se decide. Lo consideran un engaño, una estafa, un escaparate. Les quedan entonces los medios de comunicación. Desde ellos nos llegan sus pretensiones: África maneja el 1% del comercio mundial. Si en los acuerdos de la OMC se consiguiese que las naciones africanas alcanzaran el 2%, la cantidad ingresada duplicaría la que reciben por ayuda humanitaria.
La nobleza reivindicativa del género documental no le exime de alcanzar cierta exigencia formal y ambición de contenido. Marc y Nick Francis dirigen este documental sin ambas cualidades. Bajo el único recurso narrativo del montaje paralelo para contrastar la actividad de una cooperativa de agricultores de café en Etiopía y el consumo e industria del café en la grandes ciudades occidentales, pretenden reivindicar una injusticia de sobra conocida gracias a innumerables artículos de prensa y reportajes televisivos. El tufillo a preparación que desprenden algunas entrevistas y situaciones grabados, así como la estúpida moraleja final en la que se pretende mostrar cómo los agricultores africanos cambian sus cultivos de café por los más rentables de droga, dan un resultado pueril y ridículo.
Ser documentalista ya no consiste en poner sobre el tapete una injusticia olvidada, sino en aportar elementos para su análisis o nuevas perspectivas sobre su esencia. Lo otro es una excusa para viajar y obtener réditos de prestigio al regreso.