Parece difícil conciliar un discurso de corte existencial mínimamente elaborado con unas hechuras y unos condicionantes propios de un producto televisivo de lujo
Aunque no pueda deducirse tal cosa ni de los títulos de crédito ni de posteriores batidas por internet, cuesta creer que el guión de Brian Ward y Tony Grisoni para El Último Gran Mago no esté basado en uno de esos best-sellers en el candelero que hilan sin ningún rigor personajes históricos, la subcultura de lo conspiranoico, y las argucias folletinescas y románticas más rancias para deleite del viajero de transportes públicos.
En este caso la víctima es Harry Houdini (1874-1926), sin duda el mago más célebre de los últimos cien años, como demuestra la sombra que su figura proyecta todavía, por ceñirnos al cine, sobre títulos recientes como El Ilusionista o El Prestigio. Houdini fue una combinación temprana de hombre de acción, showman y figura mediática que, como nos desveló sin necesidad de fantasear E.L. Doctorow en Ragtime, lo debió todo a la inteligencia, el valor y la capacidad de sacrificio, que hicieron de él poco menos que un artista.
Tales rasgos no han sido ni son precisamente populares, y no nos choca que la citada El Ilusionista, Next o Scoop prefieran abusar de la magia para justificar negligencias argumentales e intelectuales varias (El Prestigio es la excepción, aunque el mérito resida en el autor de la novela en que se basa, Christopher Priest); y tampoco que El Último Gran Mago obvie en casi todo momento lo más atractivo de Houdini —encarnado por Guy Pearce— para centrarse en los aspectos más superficiales del culto que se le tributó en su tiempo.
Podría pensarse que esta visión se corresponde lógicamente con la de Benji (Saoirse Ronan), una niña entusiasta del mago que se embarca con su madre, Mary, una presunta médium (Catherine Zeta-Jones), en la tarea de descubrir las últimas palabras de la madre de Houdini contactando paranormalmente con ella; el objetivo último de Mary son los diez mil dólares ofrecidos por el mago a quien sea capaz de transmitirle las voluntades postreras de la fallecida. Pero es que cuando la narración pasa a conducirla el inevitable romance entre Mary y Harry, seguimos sin atisbar un resquicio de profundidad en lo que acontece.
Más aun, pretendiendo la película perfilar un discurso agrio sobre la tendencia de los seres humanos a engañarnos y engañar a los demás también fuera de los escenarios (abundan frases como “todos mentimos”, “les gusta ser engañados” o “todo en el mundo es magia”), las concesiones sentimentaloides y escenográficas -unas veces propias de un cine periclitado, otras dignas de una suntuosa producción televisiva- a lo que parece esperar el gran público, desactivan ese propósito y dejan la película a merced del entretenimiento menos elaborado y las sentencias facilonas.
Suponemos que la australiana Gillian Armstrong, que solo se asoma por las grandes productoras cada cuatro o cinco años —Mrs. Soffel (1984), Fuegos Internos (1991), Mujercitas (1994), Oscar & Lucinda (1997), Charlotte Gray (2001)— para pagarse las facturas, volverá ahora durante un tiempo a su Australia natal para seguir realizando esos documentales sobre mujeres que nunca veremos por estos lares mientras sí se estrenan sus obras más convencionales. A lo que hacen los distribuidores sí que podría llamársele magia... negra.