Rastro oculto consigue entretener en su justa medida e intenta proponer un dilema moral sobre el tapete.
Las grandes productoras de la industria norteamericana ya no saben qué inventarse para que el género del thriller remonte el vuelo, sorprendiendo a una audiencia que parece estar de vuelta de todo. En este tipo de filmes, la sorpresa ha acabado siendo encontrarse con el suspense bien argumentado, capaz de soportar estoicamente cuantos giros sean posibles para provocar tensión.
Nos resulta francamente difícil recordar thrillers que en los últimos años nos hayan cautivado tanto como en su día hizo Clarice Starling y sus corderos bajo la batuta de Jonathan Demme o la Seven de David Fincher, estudiadas composiciones que adoptaron nuevas fórmulas a este género para capturar a un público ávido por sacudir su estómago en la butaca. Demme y Fincher lograron por entero su propósito en gran parte gracias a la creación de atmósferas sórdidas y malsanas, algo que ha llegado convertirse en nuestro pan de cada día. Su desorbitado éxito motivó así una inevitable oleada de thrillers que inundaron las pantallas de medio mundo con réplicas que en ningún caso han estado a la altura de sus predecesoras.
Este puede ser el caso de Rastro oculto, cinta ambientada en el terreno de las nuevas tecnologías en un vano intento por explorar puntos de vista más originales que, tememos, exprimirán hasta la saciedad. La premisa permite situarnos en las dependencias cibernéticas del FBI donde la agente Jennifer Marsh (una eficaz Diane Lane) inicia una investigación sobre un psicópata que muestra por internet las torturas a las que se ven sometidas sus víctimas. La ecuación es simple: cuanta más gente vea las imágenes más rápido morirán. Así pues, el thriller de saldo está servido.
Su director Gregory Hoblit es conocido en el mundillo por ser un cineasta muy minucioso, como ya quedó reflejado en su carrera televisiva con propuestas como Canción triste de Hill Street o Policías en Nueva York, o por la gran interpretación que mostró de un desconocido Edward Norton en Las dos caras de la verdad, su largometraje más importante. Hijo de un agente del FBI, Hoblit defiende Rastro oculto con una única baza solvente, y esa es la sofisticación de una Diane Lane capaz de aportar credibilidad a un personaje de lo más trillado.
El resto del filme incrementa paso a paso la lista de los tópicos más frecuentes del género, con lo que la indiferencia o nula capacidad de sorpresa queda patente a la media hora de metraje. Si a esto sumamos un convencional montaje que muy poco ayuda a la hora de implicarnos emocionalmente con los personajes, el resultado se suma sin remedio al porrón de producciones al uso que cada mes llegan a nuestra cartelera y desaparecen con la misma rapidez.
Con todo, hemos de decir que Rastro oculto consigue entretener en su justa medida e intenta proponer un dilema moral sobre el tapete. No obstante el dilema se posiciona en segundo plano a favor de un suspense que no acaba de cuajar.