Gracias a la apatía que contagia la cinta, no merece ser cuestionada ni en los momentos más desconcertantes.
Posiblemente los estudiosos del cine no hayan prestado excesiva importancia a la identificación como subcategoría del “thriller campestre”. En resumidas cuentas, hablamos de ese tipo de películas en que la naturaleza obtiene protagonismo al suponer un reto adicional a sus personajes en la huida de enemigos de muy diverso tipo.
Además, en la frondosidad de sus bosques este subtipo conoce otra variante, que es el de la convivencia envenenada. Dos o más protagonistas que se odian a muerte y obligados por las circunstancias a caminar de la mano. Río Salvaje (The River Wild) constituye uno de sus claros ejemplos: la familia excursionista que se topa con dos asesinos armados hasta los dientes y cuya cooperación exigen a punta de pistola.
The Contract, no difiere demasiado de la idea aunque sí varían algunos elementos. En esta ocasión, los excursionistas son Ray Keen (interpretado por John Cusack) y su hijo, y en lugar de ser ellos rehenes, son los encargados de velar por un presidiario al que tienen esposado y al que interpreta Morgan Freman, viniendo la amenaza por el lado de los mercenarios que pretenden rescatarlo. Como teórico atractivo principal, la ambigüedad del personaje de Freeman hace dudar de su verdadera naturaleza de enemigo y lo aleja del arquetipo de malvado histriónico tan de moda en estas lides.
Esta característica, no obstante, parece traducirse en demasiados tramos en una falta de definición causada posiblemente por un déficit de motivación, lo cual se traduce a su vez en carencias de pulso a pesar de rutinarios intentos de alcanzarlo. La ingenua caracterización de Freeman le deja como un asesino con demasiados rasgos bondadosos y cuyo tono de voz bien podría situarle una vez más como gurú espiritual de quienes se cruzan en su camino. A pesar de ello, lo desdibujada que se encuentra hoy día la justificación moral de las intervenciones de la CIA -cuerpo al que perteneció- hace más comprensible que haya podido acabar como pistolero que no se plantea su trabajo, algo que ayuda a que la débil credibilidad de su argumento no termine de caerse, aunque ahí su mejor sustento sea que gracias a la apatía que contagia la cinta, no merece ser cuestionada ni en los momentos más desconcertantes.
Con Bruce Beresford tras la cámara, cuyo cenit en la dirección contó precisamente con el actor afroamericano en Paseando a Miss Daisy (1989) (y que poco más tiene a destacar tras obtener el Óscar), el guión viene de la mano del fallecido Stephen Katz (guionista en series como La Ley de los Ángeles, El Equipo A o el Coche Fantástico, hace tantos años como parece) y un debutante John Darrouzet, que demuestran posiblemente cómo había algo de buena intención y de oficio en el proyecto, pero que ha sido engullida por falta de ejecución o brío, y un exceso de confianza en los dos actores principales (que cumplen rigurosamente con dos papeles en los que hacen justo lo que de ellos se espera).
Así, en definitiva, los estudiosos que citábamos al principio tampoco se ocuparán por esta película de un subgénero que generalmente ha sabido ganarse un merecido desprecio. Entre la soledad de los bosques, todo lo que sucede, por mucha intensidad que aparente, acaba silenciado y convertido en algo minúsculo. Y ya saben ¿cae realmente un árbol en mitad del bosque si nadie lo oye? Probablemente la clave está en que simplemente no importa.