Film noir seco, agresivo, muy convincente cuando deja expresarse a los cuerpos, las armas y los escenarios suburbiales
Con la excepción de U-571 (2000), David Ayer ha forjado toda su carrera como guionista en el ámbito del cine negro y policial: A Todo Gas (2001), Training Day (2001), Dark Blue (2002, en la que ya adaptó una historia de James Ellroy) y S.W.A.T. (2003). Tal experiencia y su debut como director, Harsh Times (2005), drama sobre amistades peligrosas e impulsos autodestructivos escrito por él mismo, han hecho de Ayer una elección lógica a la hora de plasmar en la pantalla un guión original de Ellroy —en el que figuran como extraños colaboradores el temible Kurt Wimmer y el novel Jamie Moss— que, como sus novelas, debe leerse atendiendo no tanto a sus reiterativos vericuetos argumentales (policías atormentados y/o corruptos, violencia desatada) como en clave existencial.
Así, Tom Ludlow, el agente alcoholizado que interpreta con adecuada estolidez Keanu Reeves, un creyente en la fraternidad policial y en la represión enérgica del crimen, es un islote de integridad egomaniaca en un océano de podredumbre moral; en un universo plagado de cobardes, indiferentes y pragmáticos que han aprendido a manipular hasta a quienes se revolvían como fieras salvajes contra el estado de las cosas. Esa manipulación, que hace de Ludlow un títere mientras cree estar siendo coherente con sus principios en perjuicio de camaradas y superiores, diferencia enormemente Dueños de la Calle de versiones de novelas de Ellroy como L.A. Confidential (1997) o La Dalia Negra (2006). Amén de ubicarse en un pasado que siempre favorece el romanticismo, los films de Curtis Hanson y Brian DePalma no podían evitar otorgar a sus protagonistas un halo de heroicidad, algún tipo de epifanía emocional.
No hay nada de eso en Dueños de la Calle, contada en un angustioso ahora (histórico y narrativo) cimentado en unos pilares intangibles y pútridos que Ludlow intentará en vano derribar “como un misil”, hasta comprender que constituyen el sustrato irremovible del presente. David Ayer, con la complicidad del director de fotografía Gabriel Beristain y del músico Graeme Revell, realza la ansiedad de la narración con un estilo seco, agresivo, especialmente logrado en las escenas de acción. Mucho más efectivo, en todo caso, cuando deja hablar a los cuerpos, las armas y los escenarios suburbiales de Los Ángeles que cuando da cancha a los personajes para que se enzarcen en diálogos innecesariamente explicativos y afectados propios, en su recurso al slang policial y en su carácter de duelos por el poder emocional sobre el oponente, de un David Mamet no muy inspirado.