Qué irritantemente fácil resulta elaborar una película para las hordas de espectadores adolescentes. Basta con echar mano del manual de tópicos sobados y empezar a rellenar páginas de guión. Apunten: chico norteamericano, deportista y con buen fondo, pero al que le molesta que le mencionen el accidente de coche que acabó con la vida de su padre –enrabietándose y metiéndose en peleas igual que Marty McFly cuando le llamaban gallina– se muda de instituto y se enamora de la rubia tonta de turno. Bueno, nos quieren hacen creer que prácticamente se sabe La Odisea de memoria, pero en el fondo todos sabemos que no deja de ser eso, la rubia tonta.
Por desgracia para nuestro protagonista, sin embargo, el novio de la moza es el malo de la historia, uno de los mejores luchadores de la región (o del país, ya puestos), y se encargará de darle una buena paliza en público con un estilo de lucha que combina diferentes modalidades de artes marciales, probablemente el equivalente a lo que aquí en España conocemos como valetudo.
A partir de ahí queda aún hora y media de película más para que el chico perfeccione sus técnicas de lucha con su maestro jedi particular, conquiste a la chica y le dé para el pelo al villano en una competición de lucha al más puro estilo Karate Kid (John G. Avildsen, 1984). Poco espacio queda para la sorpresa, y la longitud de la cinta acaba por agotar al espectador, ayudada por dos de los sospechosos habituales en estos casos: el estilo videoclipero de las imágenes y la música atronadora de moda.
Jeff Wadlow (responsable hace un par de años de la poco destacable Cry Wolf) dirige esta historia inequívocamente dirigida a los jóvenes fácilmente impresionables. Ahora ya pueden decir que tienen el Karate Kid de su generación, aunque los espectadores más maduros a buen seguro vayan a echar pestes de esta Rompiendo las reglas que es sin duda hija de los tiempos que le han tocado vivir. La mezcla flagrante con elementos de la genial El club de la lucha (David Fincher, 1999) no es casual: ahí está ese rubio malvado que parece haberse querido aprender de memoria la gestualización de Brad Pitt en aquella. Y además, ¿no es mucha casualidad que el protagonista se apellide Tyler, repitiendo el nombre del personaje de aquel filme?
Lo único salvable, entre tanto hipermusculado que sólo piensa en pelearse, es la presencia del hermano pequeño del protagonista, que ofrece un contrapunto refrescante. Cuando el personaje principal, harto de que no consigan derrotarle en un juego de cartas, le pregunta: ¿Cómo es que siempre nos ganas?, el chaval responde: Fácil. Porque es un juego de pensar. Tocado y hundido.