Recreación del entorno social en que se fraguó el rock and roll, que naufraga entre tópicos, los condicionantes de un presupuesto exiguo, y una narración pobre
Un señor que ha escrito y dirigido, siempre al margen de las exigencias de la industria y el público, películas tan recomendables como Lianna (1982), Matewan (1987), Passion Fish (1992) o Lone Star (1996), tiene todo el derecho del mundo a equivocarse. Porque eso es Honeydripper, una equivocación; una película que pretende recrear el caldo de cultivo en el que, a partir del gospel y el blues, se fraguó el rock and roll, y que naufraga entre la dejadez narrativa, las evidentes limitaciones de un presupuesto exiguo, y un sorprendente esquematismo a la hora de dar la palabra a la gente de color.
La película se centra en Tyrone Purvis (Danny Glover), veterano pianista y dueño de un bar sin parroquianos en la pequeña población de Harmony (Alabama), durante la década de los cincuenta. Asfixiado por las deudas, Tyrone pone en marcha con la ayuda de su amigo Maceo (Charles S. Dutton) un plan desquiciado para salvar el Honeydripper, su local, que implica burlar al racista sheriff de la localidad (Stacy Keach), poner a prueba la solidez de su matrimonio, y hacer pasar a un joven vagabundo que acaba de llegar a Harmony por un célebre guitarrista llamado Guitar Sam, cuya actuación en el bar de Tyrone salvaría el negocio.
Son reconocibles en Honeydripper muchas constantes de su autor. Desde la estructura coral y la preeminencia de la escritura sobre la realización (Sayles presume de no estar interesado en la vertiente formalista del cine), al tratamiento de temas políticos desde una perspectiva psicológica y social antes que dogmáticamente ideológica; así como la inmersión en comunidades estadounidenses variadas tanto cronológica como espacialmente: The Return of the Secaucus Seven (1979) se desarrollaba en New Hampshire y entre revolucionarios de salón; The Brother From Another Planet (1984), en cierto modo un antecedente de Honeydripper, contaba de manera muy esquinada lo que le pasaba a un extraterrestre negro cuando aterrizaba en Harlem; Matewan es la crónica de las huelgas mineras que tuvieron lugar en Virginia en los veinte; en Passion Fish los pantanos de Louisiana volvían a ser testigos de la interacción entre blancos y negros, ricos y pobres…
En esta ocasión, sin embargo, Sayles no transmite una sensación de verdad a cuanto sucede, excepto en lo que toca a la atmosférica fotografía de Dick Pope. Por lo demás los personajes y las situaciones desprenden un aroma rancio, propio de esos films paternalistas del Hollywood clásico sobre el Profundo Sur. El bluesman ciego que todo lo sabe, la blanca de mediana edad frígida y amargada (encarnada por Mary Steenburgen), o eso de que todas las personas de color han nacido con el ritmo en el cuerpo, son reclamos argumentales que ya huelen. Por otra parte los diálogos y la sucesión de las escenas son muy literarios, y la mediocridad de dirección, montaje y ambientación —al parecer Sayles y su colaboradora de siempre, la productora Maggie Renzi, no pasan por el mejor momento en cuanto a financiación— ralentizan la acción hasta convertir Honeydripper en una experiencia realmente aburrida en más de una ocasión, y muy torpe en momentos como esos flashbacks que nos desvelan el pasado oculto de Tyrone.
Que la película es, en líneas generales, simpática; que gracias sobre todo a Danny Glover se hace más llevadera; y que gana enteros en los últimos minutos, cuando asistimos “en directo”, por así decirlo, al nacimiento accidental del rock & roll, permiten que hablemos de fracaso honroso. Pero para quienes hemos seguido la carrera heroica de John Sayles contra los elementos desde hace treinta años, Honeydripper no deja de ser una decepción, que se suma a las que ya nos habían producido Silver City (2004) y La Casa de los Babys (2003). Esperemos que Sayles, obligado a ganarse la vida ejerciendo como guionista fantasma para otro tipo de producciones más comerciales, encuentre un huequito para insuflar a su propia obra nuevos bríos.