A tenor de las imágenes, el enésimo testimonio de Chabrol contra los burgueses peca de la misma rutina y banalidad que achaca a esa clase social que tanto detesta
Aunque no goce de la atención mediática y el culto profesados a Woody Allen, Claude Chabrol está logrando estrenar con regularidad en España los turbios dramas sobre la clase media en que se centró, con excepciones, apenas pasado el sarampión de la Nouvelle vague. El norteamericano y el francés comparten un mismo interés por los rincones oscuros de la naturaleza humana, aunque Allen se permita unas reflexiones existencialistas y unos deslizamientos genéricos que Chabrol, más sabio o más vago, elude a favor de la insistencia en lo criminal y una mirada demiúrgica, transparente, que algunos ligan a las obras de madurez realizadas por Alfred Hitchcock y Fritz Lang.
Ambos tienen otra característica en común, y es su estancamiento artístico en una fórmula reiterativa, reconocible por un público tan acomodado como ellos que disfruta contemplando sus debilidades expuestas con una malevolencia circunscrita al visionado de la película correspondiente. Tras él, tanto autor como espectador pueden decirse que son un poco más sabios, y seguir con lo suyo sin variar ni un ápice sus planteamientos. En este sentido, uno de los detalles más inquietantes de Una chica cortada en dos es el retrato de su protagonista, Charles (François Berléand), un escritor maduro a quien los demás califican a lo largo del metraje de bon vivant, gourmet y narrador excelente aunque a veces convencional, y que seguramente responde a la visión lúcida que Chabrol tiene de sí mismo ahora que manufactura sus películas en familia y en serie, y que reconoce recurrir a novelas o a las hemerotecas para inspirarse porque le aburre “andar inventando tramas de intriga”.
En Una chica cortada en dos el punto de partida es un hecho real, el asesinato en la Nueva York de 1906 de un célebre arquitecto a manos del marido de su última amante, una estrella de variedades; suceso que ya habían ficcionado previamente la novela ‘Ragtime’ (1975) y el film La chica del trapecio rojo (1955). Chabrol modifica la anécdota original haciendo del arquitecto un novelista (el citado Charles), de la starlette una atractiva presentadora televisiva, Gabrielle (Ludivine Sagnier), y del cornudo vengador un niñato inestable y malcriado de buena familia, Paul (Benoît Magimel en su tercera colaboración con Chabrol, lo mejor de la función).
El problema de la película no es tanto que Chabrol la haya realizado veinte veces, con lo que su agudeza, su humor soterrado y su cinismo en cuanto a las motivaciones humanas y el carnaval social ya no nos sorprendan. Podrían seguir haciéndolo si no fuese porque a tenor de las imágenes tampoco le sorprenden a él, porque su estilo es un testimonio progresivo de rutina. Una chica cortada en dos, como muchas propuestas recientes de Woody Allen, se constituye en ejercicio meramente enunciativo, cuando no desmañado. Somos conscientes de que se nos está soltando un discurso en torno a personajes escindidos entre su naturaleza animal y la imagen que tienen de sí mismos y con la que transitan la cotidianeidad, pero no existe ninguna voluntad creativa en el empeño.
Hay quien justifica esta superficialidad achacándola a una coherencia entre el devenir hipócrita, banal, de las criaturas de ficción y las estrategias formales del cineasta. Desengañémonos: una película se rueda para revelarnos la realidad trabajándose los contrastes, los matices y las zonas de sombra, y no limitándose a ser una instantánea sin mayor mérito crítico (?) que la espontaneidad aparente de los retratados. No hay nada más falso que la espontaneidad, delante y detrás de las cámaras. Chabrol termina por parecerse demasiado a Charles, que desperdicia el amor de Gabrielle en nombre de la tranquilidad de espíritu, al igual que el director francés prostituye su talento y sus réditos para poder seguir en el tajo y conseguir mesa en buenos restaurantes.