Tradicionalmente las películas de terror suelen empezar con una escena donde presenciamos al asesino de turno cobrarse su primera víctima. Se trata de un recurso discutible pero efectivo a la hora de situar al espectador en la onda de lo que se le va a ofrecer durante la hora y media siguiente.
Ahora bien, Una noche para morir –remake de Noche de graduación (Paul Lynch, 1980), protagonizada en su día por la scream queen Jamie Lee Curtis– se abre con una versión de la clásica canción Time of the season de The Zombies ilustrando el plácido recorrido de un coche a lo largo de la ciudad, optando de ese modo por la baza de no sobresaltarnos, y además dándonos pistas de por dónde van a ir los tiros durante todo el metraje: aquí lo que se pretende vendernos es el disco de la banda sonora, y lo demás poco importa.
Donna es una chica americana que un funesto día fue testigo de cómo uno de sus profesores se volvía loco y acababa con las vidas de sus familiares. El asesino logra escapar de la cárcel unos años después, y acosará de nuevo a la joven precisamente la noche del baile de graduación de su escuela (aunque aquello casi parece la ceremonia de los Oscars). La policía, pese a estar advertida de la fuga del criminal –que a buen seguro acudirá buscando asesinar a Donna–, prefiere dejar que el baile transcurra con normalidad, no vaya a ser que la protagonista se traumatice más aún (sí, como lo oyen). Ahí empieza la ensalada de muertes que estamos acostumbrados a ver en estas ocasiones.
La idea de partida quizá pudiera haber sido buena en su día, pero el desarrollo de la misma es tan simple y absurdo que resulta difícil pasar por alto los múltiples detalles absurdos que convierten el visionado de Una noche para morir en un pequeño suplicio. Por ejemplo, el asesino resulta patético: pese a tener el mérito de recorrerse 4.000 kilómetros en apenas tres días y sin apenas recursos, con esa cara de malvado que luce desde el principio –por no hablar de su sospechosa gorra– es imposible entender por qué la policía no le detiene a las primeras de cambio.
Los protagonistas tampoco salen mejor parados, y la falta de apego del espectador hacia ellos les convierte en carne de cañón perfecta; lástima que su destino nos deje indiferentes. Luego están los sustos poco sutiles de estas producciones, sobre todo con la ayuda de los espejos, o las muertes telegrafiadas a la legua que después parecen no producirse nunca, desesperando al más pintado. Y para rematar la faena tenemos canciones pop sonando casi a cada escena, rompiendo el supuesto ambiente de terror que debería tener la producción.
Apenas puede salvarse el dato de que hay poca presencia de sangre –por contraposición a la moda imperante en el cine de terror de mostrar toda la casquería posible–, pero acaba por resultar sospechoso que tanto la ropa del asesino como las paredes o el suelo de las habitaciones donde comete sus asesinatos se libren constantemente de resultar mancilladas de rojo. No cuidar más esos detalles denota el escaso trabajo de guión que se ha realizado.