Por pudor o por desinterés, la película no explicita hasta que es demasiado tarde las tensiones emocionales soterradas entre los protagonistas
“¡Esto es la vida!”. “Sí”. “Queda perfectamente explicada en cuatro palabras”. Llega tarde este lacónico y conmovedor diálogo cargado de tristes sobreentendidos entre el veterano juez Feng (un excelente Li Baotian) y su fiel secretaria Yang (Yang Yaning); como llegan tarde unos planos postreros cargados de simbolismo y poesía, para hacer de esta ópera prima del chino Liu Jie la gran película que desdeña ser a favor, como es hoy habitual en el cine “serio”, de un realismo estricto que coarta su alcance.
Jie no oculta que su objetivo es denunciar, a través de las peripecias de un tribunal ambulante que recorre la provincia suroriental de Yunnan resolviendo disputas entre aldeanos de muy diversas etnias, que el sistema judicial chino “es totalmente ajeno a la problemática y las costumbres del campesinado, y los cambios vertiginosos que está sufriendo nuestro país no justifican una aplicación de la ley al pie de la letra y con un espíritu urbano que se muestra demasiado brutal con las idiosincrasias locales”.
Pero como sabe que aspirando únicamente a eso su película no tendría más valor que el documental —no es poco en cualquier caso, las futuras generaciones chinas disfrutarán gracias al cine realizado en estos años de un testimonio impagable sobre las transformaciones que sacuden al “gigante asiático”—, crea entre Feng, Yang y Ah-Luo (Lu Yulai), el joven y estricto magistrado que les acompaña cumpliendo por primera vez con sus deberes, una serie de tensiones emocionales soterradas que, como ya hemos dicho, por pudor o por desinterés no se explicitan, contribuyendo a la despersonalización y la innegable aridez de la película. Jie parece olvidar que nunca son los destinos históricos colectivos los que nos incumben emocionalmente, sino el destino de cada uno de los individuos que componen esas colectividades.
El último viaje del juez Feng prefiere oscilar durante la mayor parte de su moroso metraje entre lo antropológico, a cuenta de los dialectos y tradiciones que salen al encuentro de los tres funcionarios; lo pintoresco, atendiendo a la casuística de los juicios que Feng celebra en plena calle; y lo puramente contemplativo, en su cariñosa descripción de la vida errante que se han visto obligados a llevar Feng y Yang debido a sus empleos.
No puede soslayarse en ese último aspecto la extraordinaria fotografía y su conjunción con el montaje: en más de una ocasión tenemos la sensación de asistir en vivo a un amanecer o un atardecer gracias a precisas concatenaciones de planos que, en apariencia, están cumpliendo un papel simplemente narrativo. Aunque no ejerza en esta ocasión como operador, Liu Jie delata con esa sensibilidad visual su experiencia pasada como director de fotografía.