Hacía un par de años que Sidney Lumet no estrenaba una nueva película –desde Declaradme culpable–, y de nuevo la obra que aquí nos ocupa vuelve a dejar constancia de la buena mano que este artesano del cine todavía mantiene, pese a estar a punto de cumplir 84 primaveras. Por el camino han quedado muchas obras valiosas desde que debutara en el séptimo arte con Doce hombres sin piedad (1957), y su última producción no supone una ruptura significativa respecto a su trayectoria hasta ahora.
“Ojalá puedas pasar media hora en el cielo antes que el diablo sepa que has muerto” es un viejo brindis irlandés que sirve a Lumet para construir una historia que transita por coordenadas próximas a la tragedia clásica que nos proponía Cassandra’s dream (Woody Allen, 2007). Dos hermanos, Hank y Andy Henson, planean un atraco supuestamente fácil cuya resolución, por supuesto, dista mucho de la perfección que hubieran deseado ambos. Mejor no entramos en más detalles.
A partir de ahí la cinta nos ofrece un análisis de las circunstancias que han abocado a los dos protagonistas principales hacia el robo, y nos relata el modo en que van evolucionando tras los hechos apuntados. No se quedan al margen varios personajes secundarios que también tienen su porción de importancia, todo ello mientras el guión va dando saltos adelante y atrás por la línea temporal, ayudado por carteles sobreimpresos que nos sitúan exactamente en el momento preciso de la trama.
Los aciertos de la cinta se concentran sobre todo en la labor actoral. Philip Seymour Hoffman está inmenso, mientras que Ethan Hawke y Albert Finney aprovechan sus intervenciones para lucirse en la medida de lo posible. La recuperada Marisa Tomei, sin embargo, ejerce básicamente de mujer florero. Por otro lado, el retrato que se hace de los personajes resulta desolador, mostrándonoslo como seres patéticos, en decadencia y sin escrúpulos. Todo ese pesimismo contribuye a aumentar la tragedia que se va construyendo a lo largo del metraje, acompañada por una música que también crea cierto enlace con la aún reciente No es país para viejos: no en vano está compuesta por Carter Burwell, habitual de los hermanos Coen.
La historia en su conjunto se resiente un poco debido a la repetición de varias escenas desde puntos de vista distintos, cuando quizá echando mano de la tijera en la sala de montaje se hubiera podido aligerar la duración (se rozan las dos horas) sin ir en detrimento de la trama, ya que se echa en falta algo más de sustancia que avive el interés por un film que en ocasiones se sume en un cierto sopor. Aun así, la calidad brilla en momentos puntuales, y tanto esos destellos de genialidad como la originalidad con que se ha planteado la narración de lo sucedido bien valen dedicarle parte de nuestro tiempo al nuevo trabajo de un maestro como Lumet.