En la amistad y en el amor, Michelle Monaghan y Patrick Dempsey forman una gran pareja y constituyen de lejos lo mejor de la película
Para el arriba firmante, lo más descorazonador de esta comedia romántica no fue su visionado, sino la peculiar experiencia que supuso su proyección por error en el pase de una película de suspense organizado unas semanas antes por la misma distribuidora. Porque, durante los tres o cuatro minutos que tardó el cabinista en subsanar su despiste, a ninguno de los asistentes le extrañó la disparidad entre lo programado y lo que veíamos; enésima prueba de la estandarización diegética y extradiegética en que halla sumido el cine comercial, y especialmente el sojuzgado por las dictaduras de la parental guidance y lo políticamente correcto. Alguien debería hacerles notar a los guardianes de nuestra talla moral la relación directa entre los pacatos contenidos a que obligan sus apreciaciones censoras, y la anemia formal e intelectual que padecen los productos resultantes.
Incluso así, y añadiendo para agravar las cosas que La boda de mi novia es un trasunto mal disimulado de La boda de mi mejor amigo (1997), Un niño grande (2002) y otros mil títulos recientes de este tipo; que el trailer destripa de arriba abajo la historia; y que debido a ciertos estereotipos humorísticos será tachada por algunos cenutrios de misógina y homófoba —lo que, en relación con lo que hemos comentado al principio, hasta podría constituir un mérito—, lo sorprendente es que la película funciona. En nuestra opinión, gracias por encima de todo a sus actores principales, Michelle Monaghan (Mission: Impossible III) y Patrick Dempsey (Anatomía de Grey). Tanto cuando sus personajes, la sensata restauradora Hannah y el irresponsable vividor Tom, son sólo amigos, como cuando el repentino compromiso de ella con un noble escocés fuerza a ambos a preguntarse si su complicidad no ocultaba una pasión mutua, Monaghan y Dempsey forman una pareja con gran química, y a pesar de ser muy atractivos logran que los espectadores se sientan cercanos a ellos sin necesidad de recurrir a chocarrerías que degraden a unos y otros.
Es un detalle importante. No se trata de que La boda de mi novia juegue en la liga de las comedias rosas y Algo pasa en Las Vegas, por poner un ejemplo próximo, lo haga en la del humor chusco. Es que mientras a Ashton Kutcher daban ganas de inyectarle un litro de testosterona o de sacarle a bofetadas del armario, por comparación Patrick Dempsey exuda masculinidad con la elegancia de una fuente versallesca; y si Michelle representa a la perfección a esa vecina preciosa con la que un milagro podría emparejarnos una tarde lluviosa tras una larga conversación sobre Modigliani, a Diaz ya es imposible imaginarla sino como fregona de aseos adicta al chiki chiki y al ñaca ñaca. Uno nunca pensó que escribiría lo siguiente: vista la degradación estética (por tanto ética) del presente, empezamos a preferir la cursilería adoptada por determinados guionistas y realizadores a la hora de recrear un romance, que esa zafiedad bastante menos revulsiva en general de lo que se pretende a la que están abonados los Farrelly, Judd Apatow y la Belén Esteban de Hollywood.
Claro que dos actores han de trabajar con un material aceptable para destacar, y el guión de La boda de mi novia proporciona a Monaghan y Dempsey el manojo de tópicos referenciado, bien que enhebrado con fluidez y uniformidad (salvo por la extemporánea presencia de un grotesco baloncestista que parece escapado de Lío embarazoso). A veces también con sensibilidad: pensamos en el cruce infructuoso de llamadas entre los protagonistas durante las seis semanas que pasan separados; en la confesión del padre de Tom (Sydney Pollack en su último papel) sobre los verdaderos motivos de su interminable sucesión de bodas y divorcios; o en esa desgarradora conversación que mantienen Hannah y Tom de madrugada y separados por una puerta que ella se niega a abrir.
Si añadimos un montaje muy vivo que disimula la precariedad y los innegables flecos que va dejando tras de sí la acción, unos escenarios neoyorquinos y escoceses fotografiados con esmero, y una selección musical no demasiado irritante, ¿qué más se puede pedir? Considerando que la comedia romántica es tan reiterativa en la cartelera como el terror, y que la mayor parte de sus propuestas son rigurosamente insoportables, el aprobado que le hemos otorgado a La boda de mi novia nos sabe a notable.