La ópera prima del director Diego Fandos peca de uno de los amaneramientos típicos de muchas obras primerizas: querer abarcar una totalidad de estilo y contenido en una sola película. Si los grandes narradores se destacan por saber proyectar desde una historia personal o local una visión del mundo, Fandos pretende explicar, sin mucho éxito, su concepción de la existencia desde las historias entrecruzadas de varios personajes. Demasiada ambición para una caligrafía aún en fase de formación.
Iñaki Larrea (Ramón Barea) es un pequeño empresario vasco secuestrado por unos terroristas que permanece unos meses en la oscuridad de un zulo. Al salir, problemas de adaptación aparte, muestra un desconcertante interés por la suerte de un cosmonauta ruso que permanece en el espacio desde el mismo día de su secuestro debido a la disputa que sobre él están manteniendo los países fruto de la desmembración de la URSS. Iñaki pide al portavoz de su familia (Xabier Elorriaga) que aproveche su tirón mediático y hable con las autoridades para hacerle bajar. Tras estas sugerentes y eficaces secuencias iniciales también conocemos a Euriane (Ohiana Maritorena) una joven heredera del bar Avalon que sus padres le han dejado tras su separación matrimonial. Euriane es muy sensible y se debate entre las posible historia de amor con un amigo periodista o con un joven ruso que conoció en unas vacaciones y le escribe desde Leningrado. Mientras tanto, Euriane no deja de sentirse observada, llegando a convertirse esta sensación en una causa de gran fragilidad personal.
A lo largo de la película vamos descubriendo los posibles lazos que estos dos protagonistas y el resto de los personajes tienen entre sí. Estas interconexiones, fortuitas o no, son la gran apuesta narrativa del autor. A través de ellas se nos pretende comunicar un sentido cósmico de la existencia, la visión absolutista y religiosa de que todos pertenecemos a un ser, mente o energía común y estamos conectados dentro de él. El problema radica en que los acontecimientos narrados son de una argumentación debilísima e ingenua, donde la casualidad juega un papel tan importante que hace inverosímil el argumento.
El apartado técnico no ayuda al director en su tarea. La fotografía pretende dotar a determinadas secuencias de un hálito mágico pero rompe la uniformidad del relato ayudando más al desconcierto de la fragmentación que a la unidad del discurso. La música, aunque parte de una bella melodía de pocas notas, es repetitiva y demasiado presente e incluso en ocasiones está ejecutada en instrumentos (contrabajo) que no encajan con la pretendida delicadeza de lo narrado. También debiera vigilar el director sus referencias visuales ya que una de sus apuestas está demasiado cerca del personaje de una famosa campaña de la Lotería de Navidad.
La cinta está producida por José María Lara, un productor de actividad creciente desde principios de los 90, preocupado de sacar adelante nuevos talentos en base a películas de largo alcance y presupuesto ajustado: Justino, un asesino de la tercera edad (La cuadrilla, 1994); A ciegas (Daniel Calpasoro, 1997); El cielo gira (Mercedes Álvarez, 2005). Esperamos que la colaboración entre ambos fructifique pronto en un proyecto más sólido.