Va calando la fina lluvia con la que la industria norteamericana desbroza los sentimientos que provocan en sus ciudadanos la guerra de Irak. A diferencia del conflicto vietnamita, donde el tiempo transcurrido ha alineado a la mayoría de cineastas en una única corriente de opinión, la todavía actual guerra iraquí genera puntos de vista diferentes. Desde el rechazo frontal de Fahrenheit 9/11 (Michael Moore, 2004) o Redacted (Brian De Palma, 2007) hasta el lamento generacional de En el valle de Elah (Paul Haggis, 2007) había quedado un hueco por completar, el de aquellos que, sin hacer apología bélica, apoyan la intervención americana.
No son mayoría los cineastas seguidores del partido republicano. John Cusack, productor y actor protagonista de este film, ha demostrado en un par de vídeos su repulsa tanto por el actual presidente como por el candidato adverso. Aún así, en La vida sin Grace, lanza un cabo de esperanza a los que sufren la guerra de modo doméstico, los parientes de las víctimas, abocados a convivir con las ausencias de aquellos que acudieron a prestar un servicio en el que creían y no regresaron.
Tras recibir la noticia e impotente al encarar a sus hijas, Stanley emprende un viaje a ninguna parte con ellas. Una escapada hacia un mundo feliz en el que el dinero de plástico les procurará unos días dulces en algún parque temático, donde la felicidad artificial y edulcorada les haga olvidar la realidad. Pero la realidad es tozuda y el propio sentido común de las niñas, hastiadas de libertad, le hace enfrentarse a la verdad y emprender camino de regreso al hogar de cuya visión huyó.
Cusack es un actor especial. Lejos de las alharacas y vanidades de otros coetáneos, mantiene una carrera tranquila y estable, lejos de superhéroes y comedias románticas. Su diferencia radica en su inteligencia. Su potencia interpretativa está en la sobriedad, en la observación y la reflexión acerca del tipo a interpretar. Verlo aparecer andando hacia cámara en la primera secuencia de esta cinta ahorra al guionista dos o tres secuencias para la construcción del personaje. La escritura y realización del debutante James C. Strouse sólo tiene que perseguir al actor con eficacia y distancia en su progresiva expresión de la pérdida y el dolor. La delicada y eficaz melodía compuesta por Clint Eastwood para la película asalta los ojos del espectador en el tramo final y completan brillantemente este retrato norteamericano con ausencia al fondo.