Esforzado trabajo de cámara y fotografía, lastrado por un guión en el que lo artificioso gana la mano a lo intrigante
Hasta una industria cinematográfica tan frágil como la española puede permitirse reaccionar con agilidad a ciertos éxitos y generar modas, o eso al menos se deduce de los estrenos durante los últimos años de varias películas centradas en las miserias de lo que alguno ha llamado cínicamente “cultura empresarial”: la seminal El Método, Smoking Room, El Principio de Arquímedes, Casual Day o el título que ahora nos ocupa han certificado, no por casualidad en un periodo de obsceno crecimiento económico, que para presumir de talla moral no basta con protestar contra el cambio climático, la Guerra de Irak, el maltrato doméstico o las corridas de toros; que serían más coherentes unos mínimos de honestidad y coraje en la relación con nuestro entorno más próximo, que incluye esos empleos en los que ejercemos a diario sin pestañear como guardianes de campos de concentración engañándonos, para disimular la victoria del instinto de supervivencia más brutal, con excusas del tipo “yo es fuera de aquí donde soy persona” o “aquí se viene a lo que se viene, lo tomas o lo dejas”.
Lo más terrorífico es que algunos tienen tan asumido el discurso empresarial que no se plantean sus sevicias hasta que el sistema les pone a ellos contra las cuerdas. Es decir, hasta que es demasiado tarde. Es el caso de Fernando (Lluis Soler), Lázaro (Adolfo Fernández) y Adela (Ana Fernández), ejecutivos de una farmacéutica que aspiran a ocupar el puesto directivo dejado vacante por un abnegado antecesor que murió al pie del cañón, en su propio despacho. Los tres son veteranos en la firma Farewell-Gutmann, compañeros ligados por lazos no siempre confesables; pero cuando un misterioso delegado de la empresa les ponga a prueba individualmente para calibrar quién merece el puesto libre, no dudarán en rebajarse entre ellos y a sí mismos, componiendo sus actitudes un retrato demoledor del arribismo que amplía su perspectiva con las entrevistas de trabajo que a su vez efectúan Lázaro, Adela y Fernando a varios candidatos a visitadores médicos.
Ganadora de las Biznagas de Plata a la mejor actriz y a la mejor música (de Mikel Salas) en la última edición del Festival de Málaga, Bienvenido a Farewell-Gutmann ha sido tachada de teatral por su hincapié en las interpretaciones, lo confesional y sus reducidos escenarios, básicamente las diversas dependencias de un edificio de oficinas. Es una acusación perezosa, pues existe un esforzado trabajo de cámara y fotografía que busca algo muy diferente: transformar una anécdota realista en una fábula de tintes mefistofélicos, en la que los personajes se ven forzados a aceptar lo pesadillesco de unas situaciones que siempre han tomado por normales.
Pero una propuesta que confía tanto en los diálogos y las presunciones existenciales debiera haber cuidado más su ineludible material de base, el guión, que nunca resulta tan intrigante como artificioso, y en el que es difícil determinar qué es fundamental para la moraleja final y qué superfluo. No son los problemas presupuestarios —Bienvenido a Farewell-Gutmann es muy modesta— los que impiden al film de Xavi Puebla superar la condición de curiosidad; sino la incapacidad de cribar entre aspectos críticos que atañen a neurosis contemporáneas, cuestiones morales y reflexiones casi metafísicas, alternados según la escena sin que nunca compongan un discurso coherente.
Aun así, hay algo de inquietante en la película que convierte su visionado en una experiencia que podría calificarse de cualquier cosa salvo de aburrida. Y con la cosecha de cine español tan mediocre que ha ofertado este año el Festival de Málaga, quizás haya que contentarse con eso.