La innegable calidad técnica de la producción es un desperdicio a la vista del nulo interés de lo que nos están contando… otra vez
El arriba firmante debe empezar advirtiendo que, posiblemente, no sea el crítico más adecuado para analizar esta película, que le ha parecido carente de todo valor esencial por mucho que más adelante hagamos mención de ciertos detalles que al menos nos permitieron sobrevivir a sus monstruosos 144 minutos de metraje. Porque ya no es uno adolescente. Porque siempre ha creído que la fantasía debería ser una puerta secreta que nos brindase acceso a lo más interesante de una realidad constreñida por convenciones y tabúes, y no un portal a universos evasivos donde reinan el maniqueísmo y la simpleza. Porque no considera de recibo el aluvión de producciones de este tipo que estamos sufriendo en los últimos años, y que es evidente no tiene más sentido que el económico. Y porque, al estar basadas sistemáticamente en libros con un culto fiel, son películas que no arriesgan nada, cuyos valores formales no tienen más intención que la ilustrativa, por lo que se limitan a ser una sucesión poco inspirada de sucesos que en letra impresa tendrían algún hilo narrativo y hasta puede que un fondo, pero que en pantalla carecen de dinámica interna.
La situación se agrava si nos referimos a la secuela esperable de un original poco brillante pero exitoso: la primera aventura de los cuatro hermanos Pevensie en el Reino de Narnia dejaba frío al espectador, tanto en lo relativo a los caracteres de los protagonistas como a las presuntas maravillas de ese mundo sometido a la tiranía de una bruja en el que se adentraban a través de un armario. Y El Príncipe Caspian, adaptación del segundo de los siete libros que C.S. Lewis dedicó a Narnia, no hace por remediar esos defectos, sino que arroja a los Pevensie de nuevo a la aventura en apenas cinco minutos, como si no estuviésemos esperando nada más. Para colmo resulta que, si para ellos había pasado un año en la vida “real”, en Narnia han transcurrido mil trescientos, un detalle argumental curioso como desafío, pero que tras unos primeros instantes ya no tiene ninguna relevancia (una vez metidos los Pevensie en una guerra entre un guapetón heredero al trono y su tío, que quiere deshacerse de su sobrino a favor de su hijo recién nacido). En este aspecto, la película ofrece tan poco desarrollo dramático respecto de su predecesora y en su propio seno, que casi podríamos tachar El Príncipe Caspian de Las Crónicas de Narnia 2.0, ya que suena sobre todo a versión corregida y aumentada de El León, la Bruja y el Armario.
Cierto que en esta ocasión priman más la acción y el espectáculo, habida cuenta de que según el director de ambas películas, Andrew Adamson, “ya no era necesario emplear tiempo en contar la historia de los niños y presentarlos ante el público”. Pero a lo mejor sí era preciso, considerando que el espectador queda deslumbrado por la calidad de escenografías, vestuario y efectos digitales, por el brío de algunas batallas y por la atmósfera que saben crear en ocasiones la banda sonora y la fotografía, y se desentiende en cambio de las infinitas idas y venidas de personajes por bosques, castillos y ruinas, que ocultan bajo la apariencia de que están pasando muchas cosas una vaciedad absoluta, incluso cuando vuelven a acontecer milagros de resonancias bíblicas. Y no solo eso, sino que el pretendido hálito fantástico de la narración se ve enturbiado por instantes de una ridiculez casi sublime, que no mejoraría ni una parodia. Pensamos en ese tipo de físico idéntico al Albus Dumbledore de Harry Potter que se presenta como “hijo de una enana negra”, o en el oso que se lleva la zarpa al pecho y jura quejumbrosamente “¡Por Aslan!”…
La presencia de Sergio Castellitto como villano, algunos toques irónicos aquí y allá, y un tono más sombrío que el de la primera cinta, ayudan a sobrellevar el visionado de una secuela que nos vemos obligados a desrecomendar salvo si el lector tiene trece años, es fan de la obra de C.S. Lewis, o presume de sentir todavía dentro de sí “un niño que nunca morirá” y por ello se derrite de gusto ante un hada o un elfo. En este último caso, que pase por taquilla. Y después por el psiquiatra.