Cabría interpretar el papel que se reserva Kim Ki-duk como el de un demiurgo que analizase cómo funcionan sus ficciones
Como bien señalaba Roberto Cueto a propósito de la retrospectiva dedicada en 2007 por la Filmoteca Española al surcoreano Kim Ki-duk, los personajes del cineasta son “producto de una rabia autodestructiva contra un sistema que los ha marginado […] no se trata por lo general de reflejar una situación real o de denunciar una injusticia social […] sino de materializar una poesía oculta a través del gesto y de la imagen”. Las criaturas de Kim Ki-duk no hablan debido a que están más allá de las palabras; a que su desesperación existencial no se pliega a un lenguaje codificado por quienes no sienten el peso de la vida, y busca expresarse por tanto con la visceralidad de actos suicidas, violentos, tampoco aceptados socialmente pese a que están dando cuenta precisamente de una necesidad imperiosa de cariño, de comunicación.
Estos intereses de Ki-duk, que sonarán evanescentes, requieren sin embargo de un rigor extremo en cuanto al control y la renovación de sus cauces formales, y de hecho su obra es una requisitoria contra esos críticos que dan de lado los aspectos concretos, técnicos, que constituyen una película, a favor de inferencias, deducciones, iluminaciones, que responden más a sus propios intereses que a un trabajo de análisis riguroso. Es decir, todos los films de Kim Ki-duk abordan los mismos temas y con idénticos recursos audiovisuales, pero no todos ellos están al mismo nivel, y eso es algo que un crítico no debería eludir. Primero, porque al analizar la filmografía de un cineasta es fundamental reconocer los torrentes, meandros y cambios de corriente que la han constituido. Y segundo, porque escribiendo desde una tribuna pública nunca ha de olvidarse que los lectores aspiran a disponer de un consejo honesto, claro, para decidir en qué película van a invertir sus sacrosantos siete euros.
Con esta idea en mente, y siendo admiradores de películas previas de Ki-duk como Hierro 3, La Isla, Time o Primavera, Verano, Otoño, Invierno… y Primavera, nos apena tener que reconocer que su décimo cuarta realización palidece en comparación. Más aun, que Ki-duk manifiesta con ella algunos síntomas de agotamiento. La historia de amor entre Jin (Chang Chen), un condenado a muerte que intenta una y otra vez anticipar su condena por medio del suicidio, y Yeon (Zia), una mujer infeliz en su matrimonio y a la que para colmo engaña su marido, apenas alcanza los noventa minutos. Ello no es óbice para que resulten demasiados, por culpa de un guión que una vez esbozada la intriga se limita a dar vueltas sobre las mismas ideas; y tampoco para que muchos de sus detalles argumentales hayan sido explorados por el autor previamente, sin que se alcance a atisbar una evolución de ningún tipo.
Tan es así, que cabría interpretar el papel que se reserva el propio director, el de un jefe de seguridad que monitoriza en la prisión los encuentros de Jin y Yeon, como el de un demiurgo que analizase cómo funcionan sus ficciones, quién sabe si con el ánimo de descubrir si pueden escapar a su control, sorprenderle, aunque él mismo se empeñe en dictar sus pasos. No es, por supuesto, el único aspecto de interés que ofrece Aliento. Otros atañen a la confrontación entre hacer arte con la vida o hacer de la vida un arte (a través de las esculturas de Yeon y sus posteriores puestas en escena para Jin); a las curiosas ligazones anímicas y estéticas de la película con los cines de Pedro Almodóvar y Tsai Ming-Liang; o a la acerba crítica que, una vez más, dedica Ki-duk a la cultura del bienestar.
Ha escrito Hilario J. Rodríguez que “en Aliento no sé muy bien qué se me quiere contar […] sin que eso signifique necesariamente que estemos perdiéndonos algo de verdad importante”. Uno se atrevería a contradecirle, porque cree que ese no es el problema. Ki-duk vuelve a expresar sus inquietudes de siempre —resumibles en su frase “todos somos seres tristes que vivimos en el sufrimiento, y pretendemos redimirnos mediante una imagen del amor”— sin especiales misterios. Quizás el desgaste proceda de que empezamos a estar cansados de un discurso solipsista del que, si bien aún se nos escapan algunas claves, tenemos más que sabidos sus modismos.