El éxito de los tres pinches directores en Hollywood Alfonso Cuarón (Hijos de los Hombres, 2006), Guillermo del Toro (El laberinto del fauno, 2006) y Alejandro González Iñárritu (Babel, 2006) ha dado un pequeño impulso temático al panorama cinematográfico sudamericano, un poco perdido en las adaptaciones del realismo mágico aunque, eso sí, sobre todo en España, con cierta repercusión de las películas protagonizadas por Ricardo Darín y Diego Peretti.
Todo este lío del Cha Cha Cha, nombre con los que los tres mexicanos han bautizado a su productora para hacerlo padrísimo en la meca del cine, tiene su origen en el film Amores perros (A. G. Iñarritu, 2000), película fundacional de una marca y estilo que aún continúa dejando un largo reguero de discípulos, en el que podemos incluir este Satanás del colombiano Andrés Baiz.
Eliseo (Damián Alcázar) ex-soldado, está atrapado por una idea paranoica que le hace sentir despreciado por su entorno y reprime constantemente su naturaleza violenta. El Padre Ernesto (Blas Jaramillo) se tortura con sus apetencias sexuales, especialmente centradas en la mujer que le ayuda al mantenimiento y limpieza de la parroquia. La bella Paola (Marcela Mar) ayuda a unos ladrones a robar a ejecutivos drogándoles la bebida en las discotecas, mientras alimenta íntimamente infantiles deseos amorosos.
Si bien la historia de los tres personajes se intercala a lo largo del metraje con dinamismo y sin fisuras, como sucedía en la inspiradora original, la confluencia en la secuencia final es pobre y previsible, ausente de interpretación y menos satánica de lo que el título avisaba. Allí donde el excelente original de Iñarritu dejaba un retrato monstruoso del mundo en el que sólo sobreviven los más crueles y sanguinarios, aquí se nos queda en una particular historia de culpabilidad mal expiada, la de un pobre diablo, valga la redundancia, atravesado por una mala lectura del Jekyll y Hide, un Taxi Driver colombiano de objetivos cortos.
A pesar de que lo narrado no alcanza la madurez que suponemos en la intención de su autor, sí debemos reseñar su buen trabajo en la limpia planificación y concreción de las secuencias; también el del director de fotografía Mauricio Vidal que, salvando alguna ambientación excesiva como la del secuestro de Paola, diferencia sutilmente cada uno de los tres ambientes; y el del montador Alberto de Toro, que modela sin rupturas la continuidad del tríptico. Los conflictos de los tres personajes están bien descritos y también el particular vía crucis de cada uno hacia el encuentro final que, como decimos, es el que sorprendentemente y de modo contrario al esperado, aligera de contenido las tres aventuras vitales en lugar de dotarlas de un auténtico significado.