Colgadas (2000), la historia de tres hermanas que se enfrentan de diferente forma a la inminente muerte de su padre al que nunca han estado muy ligadas; Le Divorce (2003), un folletín de indifelidades y amantes que al igual que la anterior tuvieron el mal gusto de vendernos como comedia; La Joven del Agua (2006), Shyamalan se da definitivamente de bruces con la realidad equipado con sus ambiciones elegéticas… Son sólo tres ejemplos de cintas que la mercadotecnia nos vendió como cosas que no eran, con la terrible desfachatez de colocar al desvalido público en un drama cuando buscaba una comedia, o ante los desvaríos de un supuesto gurú del cine moderno cuando debían recibir sustos de ultratumba.
Al séptimo arte a menudo le importan muy poco sus películas. En lo posible deben estar aseadas y tener algún elemento que les permita el suficiente éxito para vomitarnos después sus treinta y siete secuelas, pero si no es así, si la cosa no hay por dónde cogerla, siempre quedará la opción de emplear alguno de sus elementos promocionables (de ahí la importancia mayúscula de los actores de renombre, que algún incauto habrá confundido con admiración industrial por su talento), enganchar algo de su fama al metraje y empaquetarlo todo de manera que lo más importante sea la imagen que se dé del producto.
El asombroso mundo de los trailers nos ha dado en ese sentido auténticas exhibiciones de marketing impúdico: mostrarnos como anticipo lo que acaba siendo ni más ni menos que la íntegra obra que ibamos a presenciar –cuando no mejorada en su montaje y brío– en un ejercicio de condensación admirable, o, llegando a lo grotesco, atreverse a cambiar el aspecto del producto como antes se ha apuntado: que una cancioncilla irritante trasvista el drama en comedia, que el suspense de sus tonos haga intuir que nos asustará lo que probablemente nos ayude a dormir. Cuando la gente esté en la sala poco importará si allí echan pestes sobre su trabajo.
El caso de Hancock no es tan grave. Visto con perspectiva, puede incluso que en esta ocasión la campaña promocional que nos habla de ‘un Héroe diferente’ cumpla con mayor rigor que nunca con su mensaje. Lástima que esos tráilers promocionales nuevamente, junto a aquello que el sentido común nos decía que podía ofrecernos el protagonismo de Will Smith y su estreno en el difícil periodo veraniego, resultaran tan entorpecedores para nuestra orientación.
El tema es que en esta propuesta el superhéroe borracho e insociable que debía crear unión y simpatía con el público -como fácilmente sugerían sus cortes promocionales- se convierte en una figura que pronto nos despierta tanto desprecio como a los pobres habitantes de la ciudad de Los Ángeles, cansados de sus destrozos. Sus escasos aportes cómicos se cuelan, casi por necesidad, entre una sensación resacosa y apática que contacta con las emociones que siente su protagonista. A la superproducción comandada por Peter Berg (Very Bad Things) se le permiten incoherentemente los dejes dogma con cámaras movidas y desenfoques constantes, síntoma evidente de que nadie moviendo los hilos sabía muy bien hacia que público dirigirla, y que el texto original de Vincent Ngo se estimó con potencial para la audiencia pero a la hora de fijar el tono final no acertaron ni la mitad que los chicos del departamento de marketing (y Vince Guillian hizo lo que pudo con su experiencia como guionista de Expediente X).
Si Hancock fuera un producto de menor presupuesto, intérpretes desconocidos, y se lanzara sin complejos a profundizar en la tristeza y drama que aquí se convierte en melancolía filtrada, sin engaños de por medio, podría haber sido una obra interesante si bien menor en repercusión pública. Aquí sólo los mismos tramos que han sido recortados con más acierto en las promos (y alguno extra que parece se les ha escapado) serán la vía de contacto con un público ávido de gamberrismo y radicalidad, que tendrá en el salvajismo misántropo de su protagonista (contenido, que esto no es Bad Santa) y las escenas de acción su tacaño premio a la ingenuidad.