El documental se desarrolla con mucha agilidad, y no deja lugar a dudas ni sobre la naturaleza del problema ni sobre la calaña de sus responsables y sus cómplices por omisión
Apenas transcurridos unos minutos de Líbranos del mal, ópera prima de la reportera Amy Berg en el campo del largo documental, uno deduce que le será difícil sentir en lo que resta de metraje más repulsión que la propiciada por las declaraciones voluntarias del ex-sacerdote católico Oliver O’Grady, desterrado a Irlanda por la jerarquía eclesiástica norteamericana tras descubrirse que había violado a docenas de niños durante los veinte años en que ejerció sus labores pastorales. Con sus maneras educadas y razonables, su capacidad para retorcer el lenguaje y la descripción de su propia iniciación sexual en la adolescencia, O’Grady se constituye en la representación prototípica de la abyección, en un monstruo cuyos mecanismos mentales nos pillan tan lejos como Alpha Centauri.
Ahora bien, como demuestra Berg alternando a continuación testimonios de sus víctimas, de sus superiores religiosos y de diversos juristas y expertos, hay gente mucho peor que O’Grady, hasta cierto punto una víctima más de una institución podrida. Y son precisamente quienes disculparon, ocultaron o minusvaloraron sus crímenes confiando en que así garantizaban la supervivencia de su mafia organizada. Léase, las más altas instancias del catolicismo —Berg apunta incluso a la figura del actual Papa—.
Hay aun aristas más afiladas en Líbranos del mal: el efecto devastador de las actividades abyectas de los religiosos y de la impunidad que disfrutan en la fe de los verdaderos creyentes; o la constatación de que los manejos lascivos contra los menores están tan propagados entre las sotanas y se consideran casi naturales debido a las absurdas normas que impone el sacerdocio.
Para estar basada mayoritariamente en declaraciones, Líbranos del mal se desarrolla con mucha agilidad, y no deja lugar a dudas ni sobre la naturaleza del problema ni sobre la calaña de sus responsables y sus cómplices por omisión. Pesan en su contra, sin embargo, un metraje excesivo (las conclusiones están claras mucho antes del desenlace), y cierta complacencia demagógica con los afectados (innecesaria vista la contundencia de los datos). En esos aspectos, resultaba más sutil y logrado otro documental reciente, Capturing the Friedmans.
En cualquier caso, quien desee hacerse con un arma de destrucción masiva para esgrimirla en esas discusiones sobre la pertinencia y la moral de la Iglesia Católica que todos hemos mantenido alguna vez, que vaya corriendo a ver la película.