Refugiado de la soledad en el alcohol y en las duras tareas que marca la estepa, Hungai (Bat-Ulzii) se ve sorprendido por la llegada de una mujer y un niño norcoreanos que le piden acogida en su yurt o cabaña. Son refugiados del régimen comunista que, tras perder al padre en una represión, emprendieron la huida a pie. Aunque no comparten idioma y disponen de una comunicación limitadísima, entre todos se crea un extraño vínculo familiar de necesidades complementadas.
A pesar de la astucia de la distribuidora española al traducir el título original Hyazgar (Frontera) por el idealista Sueños del desierto, más prometedor de utopías y ecologías adecuadas a la demanda de determinado sector progre de público que visita el circuito de versión original, la película escrita y dirigida por Lu Zhang no va por esos derroteros. Sí que contiene esos ingredientes, pero son un marco de fondo para contar una compleja historia humana, la de los personajes que pasan por el yurt y la vida de Hungai. Tanto es así que Lu Zhang rompe pronto con el tópico de las producciones asiáticas que hablan de formas de vida nómadas en una suerte de exaltación del exotismo en contraste con la forma de vida occidental. Aquí hemos dado cuenta de alguna de ellas como La historia de un camello que llora (2003) o La boda de Tuya (2006).
La estepa mongol que retrata Lu Zhang está cruzada por tanques camino a los puestos de vigilancia fronterizos, jinetes que traen el correo, visitas de soldados en furgonetas, tiendas en las que abastecerse de tabaco, alcohol y ceras para dibujar, atractivas mujeres en jeans camino de la ciudad y, en una demostración de un gran sentido del humor, rodajes de películas que rompen la tranquilidad esteparia. Porque la cinta habla de la soledad, esa enfermedad del siglo XXI como dijo no sé quién, y habla de fronteras, efectivamente, las que hay entre países y lo que provocan, pero sobre todo, las que hay entre personas y las que se producen al abortarse las elecciones de vida deseadas y no conseguidas.
El discurso del cineasta, escritor antes que director, está basado en dos únicos recursos cinematográficos sobre los que ha planificado toda la puesta en escena: la cámara fija sobre trípode y los lentos barridos laterales. Pueden parecer una limitación técnica del narrador, pero son más que suficientes para contar de modo ajustado lo que necesita y favorecen el dibujo de soledad y aislamiento de los personajes dentro del paisaje. Magnífico es, en este sentido, el de la llegada del protagonista a Ulán Bator, capital de Mongolia.
El peso interpretativo recae sobre el rostro y cuerpo de Bat-Ulzii, destacado actor de cine y teatro autóctono y ocasional director, cuyo rotundo físico encarna a la perfección la fortaleza y el desasosiego simultáneo a que se ve sometido por las fronteras geográficas y por las personales provenientes de su propia actitud.