Producto de intencionalidad política con fecha de caducidad. Muy útil, eso sí, para quien aspire a colgarse medallas cinéfilas
La ópera prima del influyente cineasta y teórico alemán Alexander Kluge, un cortometraje titulado Brutalidad en Piedra (1960, en colaboración con Peter Schamoni), jugaba con la idea de que el pasado todavía respira en las ruinas arquitectónicas y determina nuestro presente mucho más de lo que creemos. Brutalidad en Piedra era el pistoletazo de salida para todo un movimiento, el Nuevo Cine Alemán, que se caracterizó precisamente por romper con el ayer en el terreno de las ficciones y sus modos de realización, y por cuestionar las condiciones socioeconómicas en que se desarrollaba por aquel entonces la creación fílmica. Los veintiséis directores, escritores e intelectuales que firmaron en 1962 el Manifiesto de Oberhausen aspiraban a que los espectadores asumiesen un rol más participativo y crítico, a que se replanteasen unos modelos productivos y representativos asumidos en cada momento como naturales pero que nunca son inocentes, que siempre responden a intereses.
No sería ético menospreciar la labor doctrinaria y práctica de Alexander Kluge y otros, sobre todo cuando nuestra época, cuya desvergonzada apología del consumo lúdico y acrítico da náuseas, hace si cabe más pertinentes sus postulados. Otra cosa es que, como suele ocurrir con tantas obras “de combate”, Trabajo ocasional de una esclava (1973) resulte hoy por hoy más apasionante acompañada de un coloquio o una monografía sobre Kluge que visionada a palo seco. Porque, contradiciendo las conclusiones de Brutalidad de la Piedra, este largo apenas preserva treinta y cinco años después de su realización un hálito de vida entre sus imágenes penosamente coyunturales.
Su protagonista es Roswitha (interpretada por Alexandra Kluge, hermana del director); un ama de casa que practica abortos clandestinos para mantener a su familia y que empieza a tomar conciencia revolucionaria contra los poderes ideológicos, económicos e informativos que sojuzgan su vida, aunque ello no termine de procurarle una mayor independencia afectiva. Kluge denunciaba así hasta qué punto estamos condicionados sin percibirlo por superestructuras externas a nosotros, y testimoniaba los esfuerzos de un feminismo en plena ebullición por reubicar la posición social de la mujer. El problema reside en que, pese a que muchas de sus estrategias formales son admirables —rodaje en blanco y con muy pocos medios, lo que presta a las imágenes cualidades intemporales; inclusión de intertítulos, ilustraciones y material de archivo; actores no profesionales; música y sonido discordantes; un montaje intuitivo y discontinuo—, no soslayan lo toscamente pedagógico y provocador de la película, que adquiere rasgos de producto político para iniciados y con fecha de caducidad.
Obviamente, como también pasaba en otro célebre panfleto, La Chinoise (Jean-Luc Godard, 1967), hay que tomarse lo que nos cuenta Kluge como una fábula no desprovista de humor y autoconciencia de su naturaleza. Pero hay demasiados momentos en los que uno está sintiendo vergüenza ajena; en que las aventuras de Roswitha nos traen a la memoria las de Bouvard y Pécuchet, aquellos oficinistas jubilados de Flaubert que consagraban sus existencias al conocimiento y terminaban dando cuenta únicamente de su estupidez. Y si el escritor francés sabía distanciarse de sus criaturas y relativizar sus éxitos y fracasos, Kluge en cambio se siente demasiado cómplice de Roswitha, y ello desemboca en la autocomplacencia y el aburrimiento.
Puede que con esta opinión nos estemos delatando como acomodados partícipes de una hipermodernidad cínica que posiblemente Kluge detesta. Cada uno, al fin y al cabo, sigue preso de su circunstancia histórica.