Si empezamos a juzgar una película dependiendo de su grado de originalidad, en esta nueva entrega de la saga fílmica de La momia ya tropezamos con el primer escollo, al tratarse de la segunda secuela –tercera si queremos incluir en el grupo aquel spin-off que fue El rey escorpión (Chuck Russell, 2002) y que a su vez tendrá continuación próximamente– dispuesta a intenta sacar rédito al éxito de la franquicia que inauguró en 1999 Stephen Sommers. Teniendo en cuenta que ya entonces se habló de que en esa cinta se intentaban vampirizar sin rubor los logros fílmicos de otro aventurero de ficción, Indiana Jones, está bastante claro que lo que es originalidad poca queda por encontrar en este nuevo estreno.
Ahora bien, siempre nos queda el recurso fácil de preguntarnos si, al menos, La momia: La tumba del Emperador Dragón entretiene. Teniendo en cuenta que la primera parte lo conseguía relativamente, bajando bastante el listón en la posterior El regreso de la momia, pese a mantener a Sommers como guionista y director, cabe preguntarse qué ha movido al realizador a abandonar a su criatura en manos de los escritores Alfred Gough y Miles Millar (Smallville, Spiderman 2) y del discreto director Rob Cohen (A todo gas, Pánico en el túnel). Desde luego, con estos mimbres era difícil frenar el desgaste lógico de la serie.
Tal vez los únicos momentos disfrutables sin reparos sean los primeros diez minutos, donde una voz en off femenina nos narra la historia del Emperador Dragón del título, escenificada entre otros por los actores orientales Jet Li y Michele Yeoh hablando en chino y con sus correspondientes subtítulos. Valiente decisión para un filme que supuestamente debe contentar a las hordas palomiteras, que suelen revolverse inquietas en su butaca a la mínima que les obligas a leer algo sobreimpreso en la pantalla.
Sin embargo, terminada esta sabrosa introducción volvemos a encontrarnos con Brendan Fraser haciendo el payaso mientras intenta pescar en el río, y ahí se acabó la magia. Durante las casi dos horas que nos separan de los títulos de crédito finales tenemos de nuevo los ingredientes que caracterizaron a las entregas precedentes, pero los defectos se hacen patentes mucho antes, por mucho que se los pretenda sepultar bajo toneladas de efectos infográficos y un sonido atronador a la mínima que toca una escena de lucha o una persecución.
El guión vuelve a reunir todos los tópicos del cine de aventuras habidos y por haber, pero todo se orquesta con una desidia que acaba por convertir las andanzas de los protagonistas en un mero videojuego sobre el que no tenemos ningún control. Es imposible sentir la más mínima implicación con los personajes, que siguen empeñados en ser muy graciosos (la palma se la sigue llevando el insoportable cuñado que interpreta John Hannah), sin conseguirlo. Además, cuando surgen algunas (mínimas) emociones resultan tan de cartón piedra que, ahí sí, mueven a la risa; igual que el hecho de que a Brendan Fraser no le crezca ni un pelo de la barba después de unos cuantos días de vagar por las montañas.
Otros detalles que no contribuyen a sacar a flote este producto son la sustitución de Rachel Weisz por Maria Bello interpretando al mismo personaje, la desfachatez que se ha puesto en práctica para no procurar tapar las tremendas lagunas del argumento, o la sensación que se acaba transmitiendo de que todo vale: si nos apetece que aparezcan varios hombres de las nieves, pues que aparezcan, para esfumarse con la misma celeridad. Y así con todo.
En definitiva, aquellos espectadores que con la llegada de las vacaciones hayan dado permiso a sus neuronas para gandulear de lo lindo es muy posible que disfruten con este despliegue de vacuidad oculto por los típicos fuegos de artificio de la industria hollywoodiense. A los restantes les recomendaríamos que ocuparan su tiempo libre de otro modo.