Aunque Antoine ya había acordado por la mañana la venta de sus acciones en la agencia de publicidad, el detonante para que inicie el desprendimiento total de su vida comienza realmente con la acusación de infidelidad que recibe por parte de su mujer. Antoine ha sido visto comiendo con otra mujer en actitud cariñosa. A pesar de que se trata de una confusión, Antoine decide no aclararlo y comenzar la cruzada contra el mundo que le rodea que le llevará a abandonar casa, mujer e hijos al día siguiente.
Si la premisa inicial del film atraerá a muchos que se quedaron a medias tras ver Un día de furia (1993), tenemos que recordarles que las películas de Jean Becker no se recrean en los hechos narrados en sí, sino en los caminos que han seguido los personajes para llegar a ellos. Aunque el director y guionista francés hace gala de grandes dosis de causticidad, sarcasmo e ironía (y un pellizco de violencia) en las duras secuencias en las que su protagonista destroza el aburguesamiento que le rodea, la nota predominante es la amargura con la que Antoine afronta sus decisiones y su destino.
Ya dimos cuenta en estos comentarios hace aproximadamente un año de la anterior obra del cineasta, Conversaciones con mi jardinero (2007), complementaria a ésta en cuanto a temática y en las que alcanza una notable hondura en sus planteamientos. Aunque se trate de un tema recurrente en él, no hay que olvidar que Becker es un veterano del cine y de la vida, y en sus obras ya hay un rigor de sabio que prescinde de toda superficialidad y es capaz de tocar temas trascendentales con sencillez y sin grandilocuencias. También de usar los trucos de un experimentado narrador con los que, haciendo una leve alteración del orden de la trama clásica, consigue dar mayor efectividad a una historia sencilla. Viendo la cinta es inevitable recordar la excelente Las invasiones bárbaras (2003) de Denys Arcand, otro autor en una situación profesional y vital parecida.
El destino, el sentido de la existencia, la búsqueda de la sencillez en la naturaleza, son temas en los que el autor va poco a poco horadando, intentando dar color a ese dibujo sin terminar que somos los seres humanos. Apoyado por la hermosa fotografía de Arthur Cloquet y la acertada y nada fácil interpretación de Albert Dupontel, Becker firma una nueva historia con ecos del Vivir (1952) de Akira Kurosawa, esa obra maestra de aquel japonés tan alto que dio clases de filosofía y ética en el cine.