Con el llamado “mito del Héroe”, algunos elucubradores de corte conspiranoico dan al personaje icónico no ya una representación de los ideales del pueblo, sino también una forma de orientar esa ideología intencionadamente desde el poder. Emplear a Superman en la segunda guerra mundial para combatir al ejército nazi o parir a un Capitán América en idéntico periodo que se convertiría en símbolo anticomunista una década después, serían sólo ejemplos obvios de una función de exaltación de virtudes propagandística, más útil y peligrosa cuanto más sutil sea el filtrado.
Sin ánimo de profundizar en estas tesis para no dormir, lo cierto es que en Batman muchos han querido ver tradicionalmente unos rasgos identificados con mensajes fascistas: el adinerado playboy y auténtico poder en la sombra de Gotham, no contento con su influencia en la ciudad sale por la noche a hacer limpieza de escoria en las calles a su discreción. Su único límite, su propio juicio, al que cabría asociar rasgos poco fiables atendiendo la coraza de murciélago con que cubre su cuerpo.
Que esta sea la ocasión en que con más seriedad se analizan todos los aspectos psicológicos de todas las partes implicadas en semejante escenario, es sólo una de las virtudes de El Caballero Oscuro. Gracias a ella se pone en el objetivo una y otra vez sobre elementos como el bien auténtico (fiel a las normas pactadas pero condenado a verse doblegado por la realidad); el mal en su expresión más rotunda y necesariamente irracional (dotada por tanto de mayor potencial destructivo y eficacia que cualquiera de sus rivales); el pueblo maleable que muda sus odios y admiraciones a golpe de noticiario; y el papel de todos aquellos que, “sin mala intención”, sirven de forma privilegiada al enemigo por lo que consideran pecados veniales.
El resto de las virtudes de la cinta son no obstante más demoledoras a nivel puramente técnico. 152 minutos en que a pesar de un hipertrofiado desenlace con acumulación de personajes y enrevesamientos argumentales ‘in crescendo’, se mantiene la atención con firmeza. Con un sentido del ritmo que sólo alguien con la capacidad de jugar con el tiempo y la estructura que Nolan demostró en Memento, podía llevar a cabo.
Cierto que en el tramo final se podía cerrar la paraeta en varios puntos dejando ya una estructura completa, y que por tanto sus ambiciones hacen que se alargue una y otra vez la superación de lo ya visto, con engaños precalculados y medidos que van contra lo verosímil. Pero también que si la verosimilitud llega a ser algo planteable en una historia de superhéroes enmascarados y villanos grotescos es porque desde su primera secuencia a plena luz el pulso del metraje marca el del espectador creando una unión que arrastrará a este último gran parte de su proyección. Escenas de acción libres de la característica confusión que maldice esta suerte de shows y estudiadas para dar la mayor variedad posible, constituyen el mejor vínculo con la parte del público que busque golpes y pirotecnia.
No obstante, y volviendo a lo inicialmente apuntado, posiblemente esa parte del público se pierda en la acumulación de clases de filosofía, ideología concentrada y aforismos para tiempos difíciles que salpican cada uno de los diálogos. Su guión, que apenas se vuelve irracional cuando Dos Caras ve algún tipo de luz confusa ante Joker (amén de en la matemática planificación del supervillano al que todo le sale) puede saturar en algunos puntos, pero trata con una seriedad más propia de Alan Moore que de una superproducción el papel del justiciero y sus ramificaciones: desde la soledad de quien toma decisiones trascendentes y obligado por ser el único capacitado para hacerlo, a la influencia ponzoñosa de la opinión pública reducida a una masa caprichosa e histérica necesitada de guías pero también de comodidad para conservar valores. Todo pasando por la forma en que debe combatirse a un mal mucho más poderoso en la destrucción y al que por tanto no puede vencerse con buenas intenciones y normas civilizadas.
Algunos, a los que nos referíamos al principio, podrían extraer interesantes paralelismos políticos a propósito de todas las actitudes descritas. Verían fácilmente justificaciones morales para argumentos antidemocráticos capaces de calar aquí gracias al empleo de un superhéroe comúnmente admitido como tal. Otros simplemente admiraran los tics histriónicos de un actor engrandecido por su propio óbito. Quizá, puesto que esto es sólo cine, sea lo más adecuado.