Pese al carácter provisional de su montaje, la película se ve casi sin pestañear durante sus 155 minutos de metraje
Aunque sus lazos sean según ciertos analistas más circunstanciales que premeditados, no cabe negar al desaparecido Cristian Nemescu (director de California Dreamin’), Corneliu Porumboiu (12:08, Al este de Bucarest), Cristi Puiu (La Muerte del Sr. Lazarescu) o Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas y 2 días) una serie de rasgos comunes que justifican la adscripción de todos ellos a ese movimiento que se ha dado en llamar “nuevo cine rumano”: una mirada crítica y desinhibida sobre el hoy y el ayer de su país, tonalidades tragicómicas, y un envidiable dominio de la técnica cinematográfica —mucho más trabajada de lo que podrían dar a entender, de acuerdo con los actuales y laxos cánones occidentales, los planteamientos realistas de los films citados—.
Sin ir más lejos, California Dreamin’ resulta susceptible de ser descrita apresuradamente, a cuenta de su anécdota argumental inspirada en hechos reales, como una variación perversa del costumbrismo chusco que caracterizó a una cinta tan popular como Bienvenido Mister Marshall; o como retrato de choque cultural en sintonía con la reciente La Banda nos Visita: Verano de 1999. Un tren con cargamento y personal de la OTAN destinados al conflicto de Kosovo, es retenido en un pueblecito rumano por orden del todopoderoso jefe de la estación ferroviaria, Doiaru (Razvan Vasilescu), que exige ver las autorizaciones oficiales para el paso del convoy. El coronel norteamericano responsable de la misión, Doug Jones (Armand Assante), entabla un peculiar duelo de voluntades con Doiaru mientras sus hombres confraternizan con los lugareños.
Pero aunque la historia ostenta un carácter eminentemente irónico y testimonial, merced un formato panorámico comprensivo de todos los implicados y a la vez trémulo, como delatando la tensión soterrada en la situación, California Dreamin’ es mucho más gracias a los flash-backs sobre la infancia de Doiaru, a las lecturas extraíbles de la misión del coronel Jones, y a numerosos simbolismos escenográficos (chispazos, apagones, fuegos artificiales, bebidas): una ambiciosa alegoría sobre el desdichado devenir de Rumanía y otros países del este de Europa a lo largo del siglo XX, sobre los traumas de las generaciones continentales crecidas tras la Segunda Guerra Mundial bajo el yugo del comunismo, sobre la mítica y las decepciones asociadas a la política exterior de los Estados Unidos, y sobre las posibles vías de escape para unos jóvenes que aspiran a vivir sin condicionantes históricos e ideológicos heredados.
Las magníficas interpretaciones —en especial de Assante y Vasilescu—, la fotografía de Liviu Marghidan en color y b/n, y la muy turbadora belleza de la adolescente Maria Dinulescu son virtudes añadidas a una película que, pese a carecer de montaje definitivo, se ve casi sin pestañear durante sus 155 minutos de metraje. Queda así en evidencia la impotencia, por no salir de nuestras fronteras, de los abundantes dramas, tan demagógicos y lacios como nulos a nivel formal, que produce nuestro cine con la Guerra Civil, el franquismo y la Transición como sustrato. ¡Y Cristian Nemescu sólo tenía 27 años! Su muerte en 2006 a causa de un accidente de tráfico es, desde luego, una gran pérdida.