Que me perdonen los ortodoxos del celuloide plomizo, pero creo que esta película se merece mejor fama de la que tiene; sé de sobra que estamos ante una obra de argumento sencillo y que está hecha para “no pensar”; su nivel de denuncia es cero y no es cine de autor; pero a lo largo de los ochenta el cine de digestión ligera parió unos cuantos –realmente muy escasos- monumentos al Gozo que merecen encontrar un mejor reconocimiento entre el cine serio, sesudo y formal.
Desde sus primeros impulsos, Los Cazafantasmas va tomando la forma de un gran capricho que se deja ver con el placer que daba comer gominolas o jugar al Scalextrik a los 10 años; los rayos mágicos y fosfóricos que lanzan sus armas, Nueva York repleta de alegres y fugados muertos vivientes o el gigantesco marinerito de blanco conformando una inquietante amenaza para la ciudad, son sólo retales de lo que es esta obra, luminosa oveja negra entre el indigesto fast-food y los tiburones cinematográficos de su época.
Soy consciente de que Los Cazafantasmas no es Hiroshima mon amour, que no habla de la insoportable levedad del ser, ni el guión está escrito por Rafael Azcona; pero esta cinta tiene pulso, gracia y un encanto ochentero palpable, superando con creces a otros muchos productos consanguíneos, hermanos de su propia y casposa era.
Así que llenémonos los bolsillos de caramelos, bajemos al video-club del barrio y gritemos sin pudor la película que todos queremos volver a ver: ¡Ghosbusters!