¿Cómo preocuparnos por las tormentas introspectivas de los personajes cuando todo en la imagen es instante y superficie?
Se produce la siguiente paradoja: el auténtico arte persigue el objetivo de desvelar los aspectos inexplorados de lo real, dejar en evidencia esas imposturas y conveniencias que le bastan al común de los mortales —que por eso odia la cultura, porque delata su conformismo—. “Hay dos mundos muy diferentes. Uno es el de la realidad y de ese no hace falta hablar, es evidente. Pero hay otro mundo que nadie percibe si el artista guarda silencio. De ese es del que debemos ocuparnos” (Oscar Wilde). Sin embargo, en virtud de esa apatía que nos consume en cuanto bajamos la guardia, en muchas ocasiones la ejecución del arte acaba por ceñirse a una serie de corsés complacientes, convenciones creativas que lo vuelven tan estéril como su objeto de recreación... cuando no cómplice suyo, quizás la más alta traición que puede cometer un artista.
En estos casos, la representación visible no funciona como código cifrado que nos permitiría acceder a una mayor comprensión de ciertos temas, a lo invisible. Sino como simulacro. Una manera de ganarse la vida, satisfacer la vanidad y ser digno del aprecio ajeno. Pero, ¿qué pasa cuando el artista toma conciencia de su fracaso, de su rendición? Es la reflexión que plantea en Lo Visible y lo Invisible el director germano Rudolf Thome, a través de la crisis como pareja de Maria (Hannelore Elsner) y Marquard (Guntram Brattia), pintores cuya relación sentimental, a raíz del premio que gana él, salta por los aires. Marquard afronta su bloqueo creativo bebiendo, engañando a su amante y buscando algún tipo de epifanía íntima en compañía de su hija Lucia (Anna Kubin). Maria renuncia a seguir facturando los cuadros decorativos que le pide su marchante, aborda una nueva obra de estilo muy distinto al suyo habitual, y recupera su pasado affaire con Gregor, un filósofo.
Thome, representante totalmente desconocido en España del llamado Nuevo Cine Alemán, pasto toda su filmografía de ciclos y festivales, no da la talla en Lo Visible y lo Invisible. Ni cuando retrata los temperamentos creadores, al parecer una constante en sus films, ni cuando perfila las corrientes subterráneas que ligan las experiencias vitales de los artistas con su inspiración. Rodada con una mirada límpida, nada enfática, siguiendo la moda actual en el cine de autor de eludir cualesquiera efectismos y primar el momento como canalizador narrativo (la fotografía es del muy prestigioso Fred Kelemen), Lo Visible y lo Invisible es víctima de esa paradoja con la que iniciábamos nuestra crítica...
¿Cómo preocuparnos por las tormentas introspectivas de los personajes cuando no existe intención formal ninguna de acercarnos a ellos, cuando todo en la imagen es instante y superficie? ¿Cómo transportarnos al tormento y al éxtasis de la actividad pictórica cuando para Marquard y Maria no parece suponer más que un divertimento en comparación con los lugares comunes emocionales a los que dedican todas sus energías? Habrá, claro, quien salga con la monserga de que eso es la vida, y a ella está supeditada la actividad del artista, y un largo etcétera de sentimentaloides frases hechas. Ese discurso quedará muy bien entre colegas apiñados en una terracita, pero demostrará que quien lo expresa carece de talento alguno, salvo para la cháchara y el dejar pasar los días.