Con Los girasoles ciegos se ha repetido un fenómeno que ya sucedió hace un lustro con Soldados de Salamina. La novela de Alberto Méndez lleva nada menos que 21 ediciones vendidas (unos 100.000 ejemplares o más) algo inusitado en la edición española obviando autores como Gala o Pérez-Reverte. Ambas tienen en común referirse a la misma época, lo que demuestra el interés del periodo histórico en nuestra sociedad. Si bien es cierto que un porcentaje considerable de público repudia el cine español y a quiénes lo hacen por motivos políticos y sociales, y que otro sector considera agotado el tema guerracivilista, una novela de esta repercusión no debía quedarse sin su adaptación, sobre todo en la exigua industria cinematográfica española, sobrevolando los prejuicios antes mencionados por parte de un público que, sorprendentemente, no los manifiesta si los nombres asociados a la génesis del filme son extranjeros (véase si no la taquilla que realizó El laberinto del fauno con mimbres similares).
En lo que estrictamente a cine se refiere, ya antes del visionado la cinta presentaba suficientes alicientes. El mencionado de su origen literario, contar con el último guión escrito por Rafael Azcona, probablemente una de las personas con un conocimiento más exhaustivo de la sociedad española y quienes la formamos, reunir un pellizco de los distintos perfiles que está dando nuestra interpretación (la veterana Maribel Verdú, el televisivo Javier Cámara, el ascendente Raúl Arévalo, el secundario infalible José Ángel Ejido, el niño Roger Princep) y los rumores del buen trabajo de José Luis Cuerda en la dirección tras la desvaída La educación de las hadas y una vez que su polluelo Alejandro Amenábar vuela sólo, y cómo vuela, tras haber producido sus tres primeros largos.
El guión de Azcona y Cuerda parece haber dejado de lado algunas de las historias más crudas y emocionantes de la novela para centrarse en la de un diácono lujurioso que se beneficia de la opresión moral del régimen vencedor para dar libertad a sus pésimos instintos. Cuerda ha dirigido el guión con firmeza de ritmo y detalle, sin precipitación y seguro de sí mismo. De hecho, la película comienza con una larga secuencia de diálogo entre dos personajes en un interior, algo inusual en el cine actual y que pondría el pelo de punta al productor más tibio. Se mueve además con soltura en la época en la que suceden los hechos y conoce a los personajes que retrata, no es casualidad que la mayoría de su filmografía gire alrededor de estos años (El bosque animado, La lengua de las mariposas).
La recreación de la época es eficaz, sin los excesos de otras producciones similares y la fotografía de Hans Burman evita el acartonamiento a que nos tienen acostumbrados las series televisivas de la época como Cuéntame o Amar en tiempos revueltos. Pero lo realmente destacable es la labor actoral: la Verdú es un prodigio de concreción y contención, uno de sus mejores trabajos. Arévalo, del que ya veníamos augurando en este rincón (Tocar el cielo), por fin se desmarca de los papeles de matao y compone un excelente personaje, entre lo patético y lo odioso con algún ribete cómico. Cámara presta su físico, tan español, y pone la intensidad justa en sus secuencias. Ejido es un crack, haga lo que haga.
Los girasoles ciegos es una película que trata la asfixia moral y social de una época y las distorsiones que esta causa entre los que la padecen y entre quienes se benefician de los intersticios de las organizaciones que la ejercen. Y tanto su narración como el deseo de ver su resultado deberían estar más allá de las especulaciones políticas, los prejuicios y las nacionalidades.