En primer lugar, comencemos por reconocerle a Guillermo del Toro uno de sus grandes méritos: tras haber dirigido únicamente siete filmes, el orondo y dicharachero realizador mexicano ya puede presumir de gozar, a ambos lados del Atlántico, de la suficiente libertad creativa como para elaborar el producto de entretenimiento que a él le plazca en cada momento. Se trata de un estatus que no todos aquellos que firman películas logran, por muchos años de carrera y obras del séptimo arte que acumulen a sus espaldas.
Llegados a este punto, por tanto, a Del Toro no le importa cargar de nuevo con gran parte del peso de su nueva criatura –a la espera de futuros estrenos como 3993 o El hobbit– y elaborar asimismo el guión de Hellboy II: El ejército dorado en colaboración con Mike Mignola, creador de ese atípico superhéroe para la editorial Dark Horse Comics. En esta ocasión, eso sí, la nueva aventura que se nos presenta no está basada en ninguna de las aparecidas en forma de viñetas –al contrario de lo que sucedía en Hellboy (2004)–, sino que surge de la imaginación de ambos autores implicados, que a buen seguro habrán disfrutado durante el proceso.
Dos son las líneas argumentales principales de esta secuela. Por un lado tenemos a los miembros de la Agencia de Investigación y Defensa Paranormal interactuando entre ellos –con la incorporación de algún nuevo miembro–, destacando un mayor protagonismo de Abe Sapien y alguna suculenta novedad en la relación entre Liz y Hellboy; por el otro, nos encontramos con un malvado príncipe elfo que intenta reunir las piezas de una corona que le servirá para despertar a un poderoso ejército de seres mecánicos, con los que pretende declarar la guerra a los humanos, rompiendo una larga tregua.
Otro de los reconocimientos que tenemos que hacerle a ese niño grande que es Del Toro es que posee una apabullante imaginación visual, demostrada de sobras en anteriores trabajos, y por ello El ejército dorado se convierte en un gran ejercicio de pirotecnia sensorial que en más de un momento nos confunde y nos hace creer que hemos vuelto a El laberinto del fauno (2006). La excusa que sirve para poner en marcha la acción, la amenaza del elfo, queda sepultada bajo la avalancha de sorprendentes diseños de personajes y decorados, viéndose reducida a un mero pretexto para que los protagonistas se vayan moviendo por la pantalla mientras el realizador nos aturde con su puesta en escena.
De ahí que si el espectador se para a pensar un poco, desviando la atención del encanto de las imágenes, surgen algunas costuras mal hilvanadas de la historia –en teoría el mundo está en peligro, pero los personajes no nos transmiten una sensación de tensión lo suficientemente creíble–, y en algunos pasajes nos parece que el argumento se alarga innecesariamente –el momento en que uno de los protagonistas resulta herido y se produce un paréntesis para solventar esa situación–, cuando tal vez una resolución más diligente nos hubiera regalado nuevamente noventa minutos de entretenimiento puro y duro, como fue el caso de Hellboy.
Por lo demás, de nuevo contamos con el humor socarrón marca de la casa, unas relaciones entre personajes bastante interesantes, un nuevo (y fugaz) cameo del ya habitual Santiago Segura y, en definitiva, una película muy entretenida –más en lo visual que en lo literario– que supera holgadamente la puntuación media de los demás blockbusters veraniegos.