Esta historia épica y patética, gloriosa y derrotista, contiene toda la fuerza que se necesita para hacer a las películas, esos 120 minutos a oscuras, verdad.
Porque a veces, parece que, realmente, Sean Conery convertido en atractivo rufián se autocoronó rey de Kazajistan, alguna vez; parece que sí, que cruzó él, junto a Michael Caine convertido en la mayor vergüenza del Ejército Británico, el Himalaya a pie, a principios del Siglo pasado...
Porque “El hombre que pudo reinar” destila la bella épica del perdedor, del loser moderno, del patético rufián antiguo que antes de morir exclama su particular canto del cisne.
Más allá de la pura agonía del relato inspirador del la película –el Premio Nobel de Literatura Rudyard Kipling- Houston lo gira, dándole su toque personal de gloriosa derrota, de heroica batalla perdida, un estilo, una huella moral que el realizador de “La Reina de África” –Bogart como triste borracho glorioso- manejaba con precisión relojera.
Pero lejos de aburridas épicas, se nos regala divertimento puro en el sentido más gozoso y clásico de la aventura clásica; el “camino del héroe” bañado por señales, batallas, desiertos, flechas clavadas en el pecho, bandoleros, puentes colgantes a punto de descolgarse...
Tanto vale que todo aquello fuera antes un guión, y aquellos unos disfraces, y la supuesta corona de Mr. Connery fuera de latón; lo importante es que esa pareja de chiflados rufianes, fueron reyes, aunque sólo lo fueran, aparentemente, por un par de épicas horas.