Para un cierto sector de los espectadores –aquéllos más preocupados por los contenidos, ideas y sensaciones perdurables que nos pueda transmitir una película que por la cantidad de tiros, explosiones y el volumen atronador con que se nos quiere apabullar a veces desde la pantalla– el nombre de Brendan Fraser comienza a ser sinónimo de pocas garantías de satisfacción, o al menos eso se desprende si nos fijamos en los guiones que ha aceptado protagonizar en los últimos tiempos.
El mencionado actor, que en el pasado nos proporcionó destellos de lucidez al elegir papeles destacados en títulos como Dioses y monstruos (Bill Condon, 1998), El americano impasible (Phillip Noyce, 2002) o Crash (Colisión) (Paul Haggis, 2004) parece decantarse a día de hoy por la vertiente de estrenos entregados sin reparos al gran público, esa que con anterioridad le había hecho aparecer por productos como George de la jungla (Sam Weisman, 1997) o Dudley de la montaña (Hugh Wilson, 2000). Baste decir que su proyecto más reciente en la actualidad es la adaptación del discreto cómic bélico G.I. Joe a las órdenes de su amigo Stephen Sommers, máximo responsable de la reciente saga fílmica de La momia.
No supone ningún problema que un actor combine obras más personales o con las que sienta una cierta implicación especial con otras más puramente alimenticias. Ahí está Nicolas Cage para certificarlo, sin ir más lejos. Sin embargo, cuando se comienzan a encadenar varios productos sonrojantes que, además, beben con excesivo descaro de otros anteriores, tratando desesperadamente de seguir su estela o de actualizarlos para apropiarse de sus logros, deberíamos hacer saltar la voz de alarma.
Esta nueva aproximación a Viaje al centro de la Tierra nos presenta a Fraser metido de nuevo en la piel de un émulo de Indiana Jones (aunque esta vez situado en la actualidad), como ya hiciera en las tres entregas de La momia. Para que no dudemos de la influencia del aventurero del látigo y el sombrero, incluso se tiene la desfachatez de copiar descaradamente la escena de las vagonetas mineras que tanto nos hizo disfrutar en aquella ya lejana Indiana Jones y el templo maldito (Steven Spielberg, 1984).
El tipo de filme que nos encontramos aquí, no obstante, sigue las pautas establecidas en La búsqueda (Jon Turteltaub, 2004) y su secuela: una serie de pistas –cogidas por los pelos en su gran mayoría– van dirigiendo a los personajes en una alocada misión en pos del hermano desaparecido del protagonista, penetrando cada vez más en las entrañas del globo terráqueo y siguiendo los pasos del grupo que aparecía en la famosa novela de Julio Verne. Allí se suceden una serie de encuentros con seres extraños, mitológicos o supuestamente extinguidos, que se resuelven a base de explosiones, golpes, caídas imposibles y proezas demasiado difíciles de creer si hace tiempo que se ha superado la edad infantil.
Cuando el escritor francés ideó las andanzas de sus personajes, allá por 1864, nos hallábamos en una época más ingenua, y de su contexto de publicación surgen también las disculpas a los perdonables fallos que, pese a todo, convertían aquella lectura en un relato imaginativo y entretenido para un gran número de lectores. Pero hoy en día resulta muy complicado aceptar muchas de las situaciones que allí se nos presentaban, razón por la cual esta Viaje al centro de la Tierra se atraganta desde muy pronto, máxime teniendo en cuenta el atolondrado modo en que está narrada.
También cuesta perdonarle a la película, que cede tanto protagonismo a los efectos especiales, el hecho de que no les haya prestado mayor atención y cuidado, ya que en su mayoría están torpemente integrados con las imágenes reales. Tal vez encontremos la explicación en que existe una versión 3D de la cinta y eso afecta de alguna forma al acabado formal de la infografía, pero básicamente da una sensación de pobreza para el público que no necesite de gafas especiales, en aquellos cines donde únicamente se proyecte la versión convencional.
En resumidas cuentas, estamos ante una obra que guarda muchas similitudes con un parque temático. Hallamos diversas atracciones que resultan emocionantes en su desarrollo si te implicas en ellas –ayuda ser muy joven o ir muy predispuesto a no esperar demasiado–, pero una vez se acaban y te bajas no puedes evitar sentir una notable sensación de vacío.