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Randal Kleiser

Randal Kleiser

Un artesano en Hollywood

Un artículo de Diego Salgado || 16 / 10 / 2008

Charlar con Randal Kleiser es una buena oportunidad para tomarle el pulso al Hollywood de ayer y de hoy, desde el punto de vista de un superviviente experimentado y muy consciente de su papel en la industria.

Debe haber sido especialmente complicado ser fiel a unas afinidades particulares en un contexto tan cambiante y duro como el de Hollywood durante las tres últimas décadas.

No voy a ser el primero en decirte que el cine ha caído en ese periodo del que hablamos en manos de grandes corporaciones, para las cuales una película es parte de un mercado de entretenimiento mucho más amplio e interconectado. De ahí la insistencia en secuelas, adaptaciones de cómics, remakes, versiones de viejas series televisivas… la consecuencia evidente es que ya no se apuesta; se confía en fórmulas que, por otra parte, no siempre dan tanto dinero como parece, pero al menos son de manejo familiar para quienes las gestionan, lo que evita quebraderos de cabeza creativos.

Quizás es por eso por lo que no te ha costado alternar producciones para la gran pantalla y la pequeña, la televisión.

Desde luego, no es algo que me cree problemas de conciencia. La televisión es ahora mismo, al menos en Estados Unidos, un medio mucho más atractivo que el cine. Los canales por cable y las productoras especializadas en el mercado directo a DVD brindan una libertad y permiten unas licencias impensables en el seno de un gran estudio.

Es muy posible que los únicos problemas creativos que se planteen hoy los responsables de una superproducción atañan al uso de los efectos visuales. Tú los ha empleado de manera muy argumentada en películas como El vuelo del navegante o Cariño, he agrandado al niño (1992). ¿Cómo estimas su preponderancia en el cine comercial de hoy?

Lo triste es que los efectos especiales ya no son especiales. Algo es especial cuanto te provoca una sensación de maravilla y no te preocupas de cuál es el origen. Hoy por hoy, en cambio, cuando el espectador se sienta a ver una película ya sabe que nada de lo que ve es real, existe un pacto implícito entre él y el director por el cual ninguno de ellos simula siquiera creer en lo que ve. La única fascinación surge de comprobar hasta dónde se es capaz de llegar técnicamente, pero en el fondo nadie se preocupa de cuál era pretendidamente la función de ese efecto. El asombro que se intenta crear es tecnológico, externo a lo que se nos cuenta. Hace poco asistí a una proyección pública de una de mis películas, Colmillo Blanco (1991), basada en un relato de Jack London y protagonizada por Ethan Hawke y, debatiendo con el público, tanto ellos como yo estuvimos de acuerdo en que ese tipo de aventura en escenarios naturales de Alaska, con perros y lobos reales, adiestrados, con lo que ello implica en términos de autenticidad, ya sería imposible de realizar de esa manera. Sería fácil presumir de que en Grease, por ejemplo, ya existían efectos visuales como los que ahora tanto se llevan, técnicamente parecidos a los que usaría posteriormente Francis Ford Coppola en Corazonada (1982). En una secuencia en la que aparece Frankie Avalon con un montón de rayos en torno a su cabeza, los insertamos digitalmente. Pero eso no es importante. Lo importante era transmitir, en esa escena en concreto, una cualidad de ensoñación, y está bien para lograrlo apelar a todos los medios a tu disposición. Pero que sirvan a un propósito, que no se conviertan en un fin en sí mismos.

Apelando a esa sumisión de la técnica respecto de la historia, suenas muy clásico. No sé si en Estados Unidos se habla de estos temas, en Europa existe una conciencia creciente de que las tecnologías digitales están relativizando el sentido dramático de las historias e incluso los sentidos perceptivos del espectador.

Es un problema sobre el que podríamos hablar horas, pero prefiero darte mi opinión simplemente como trabajador del cine, como persona que mira por su cámara y registra lo que pasa ante ella. Volviendo al ejemplo de Colmillo Blanco, existía un plano en el que un lobo era atacado por un pitbull que le mordía el cuello. Para rodar ese plano, se crió durante meses a una cría de lobo y otra de pitbull para que jugasen y entrenasen juntos, de manera que el pitbull quitase cuando se le ordenase un collarín de piel que se le había colocado al lobo. El resultado fue escalofriante, el espectador veía cómo la piel era arrancada y saltaba la sangre, era tremendamente dramático. Ese grado de realismo no es que sea imposible con la tecnología digital, es que tampoco interesa recrearlo. Si prestas atención a las imágenes digitales verás que están trayendo consigo una limitación en lo que podemos ver y lo que no. Lo “demasiado real”, por expresarlo así, ha pasado de moda. Y eso, ciertamente, trae aparejado un cambio en las percepciones y, sobre todo, en lo que es aceptable mostrar y lo que no. Es un tema muy complejo.

Ya hemos comentado que sueles espaciar mucho tiempo entre tus proyecto. ¿Hay algo próximo en perspectiva?

Precisamente antes de bajar a hacer esta nueva tanda de entrevistas he cruzado algunos correos electrónicos con uno de los guionistas de El Vuelo del Navegante, con el que estoy trabajando en otra historia de corte fantástico aunque más adulta. No puedo adelantarte que sea mi próxima película porque nos hallamos en un nivel muy inicial de desarrollo, estamos negociando en estos momentos con una productora de Los Ángeles y es posible que necesite alguna reescritura. Pero está ahí y desearía sacarla adelante, en este momento me apetece rodar algo de ciencia-ficción. Es uno de esos proyectos al alcance de la mano…



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