Insólito director donde los haya, Agustín Villalonga prosigue coherentemente una trayectoria cuyo leit-motiv ha sido la exhaustiva indagación de la mente atormentada.
Tras las sórdidas “El mar” y “Tras el cristal”, Villaronga se une a los debutantes Isaac Racine y Lydia Zimmeman para recrear la cruda historia de “Aro Tolbukhin”, un condenado a muerte acusado de quemar a diecisiete mujeres embarazadas en Guatemala.
Es sorprendente la habilidad narrativa utilizada para llevar a cabo la investigación sobre el criminal confeso. En ella se confunden dos géneros radicalmente opuesto, ficción y realidad, trayendo consigo el surgimiento de uno nuevo: el falso documental.
El film recorre cinco décadas de vida del protagonista hasta su muerte en 1983. A través del combinado de diversos formatos cinematográficos (super 8, 35 mm, 16 mm), asistimos al personal abismo del asesino húngaro (solidamente interpretado por Giménez Cacho) desde su infancia, rodad en lúcido blanco y negro, hasta sus últimos días en el penal, donde se incluyen entrevistas del “verdadero” Aro Tolbukhin.
Su alterada estructura temporal, unida a la disparidad de géneros narrativos provoca una enorme confusión en el espectador, incapaz de discernir entre realidad y ficción, a la vez que logra atraparlo y conducirlo hasta el esclarecimiento del caso, sin que en ningún momento se busque la justificación de sus actos.
Villaronga, Racine y Zimmeman lanzan preguntas acerca de cómo nace un asesino que aprende a matar, construyendo así un sobrio y penetrante drama donde nada es lo que parece y todo resulta una verdad absoluta.
Es todo un logro que el espectador se implique en el desarrollo de esta intrigante propuesta, totalmente alejada de productos que nos vienen ya masticados y parcialmente digeridos. Con “Aro Tolbukhin” dudas, sientes, comprendes, sufres y todo en hora y media de duración. Todo un lujo dados los tiempos que corren.