Nos tememos que la lentitud de lo narrado sólo sirva para conseguir que más de un miembro del público recupere sueño perdido.
Rodrigo García, hijo del novelista Gabriel García Márquez, había logrado hasta ahora facturar dos películas –Cosas que diría con sólo mirarla (2000) y Nueve vidas (2005)– donde se iban entrecruzando las historias de diversos personajes, ilustradas con un ritmo parsimonioso que favorecía al calado emocional que se pretendía transmitir al espectador. En el caso de Passengers, sin embargo, nos tememos que la lentitud de lo narrado sólo sirva para conseguir que más de un miembro del público recupere sueño perdido.
La historia arranca con un accidente aéreo donde únicamente hay un puñado de supervivientes. Claire, una joven psicóloga, recibirá el encargo de ayudar a que estas personas superen el trauma y recuperen sus vidas con normalidad. Con el paso de las sesiones, y debido a una serie de sucesos aislados, la protagonista comenzará a sospechar que hay algo misterioso detrás del accidente. Asimismo, se debatirá entre mantener la distancia profesional con el atractivo Eric, uno de sus pacientes, o entregarse a sus brazos.
Ante todo, destaquemos la tremenda decepción al encontrarnos ante un argumento que prácticamente nada tiene de aquello que se nos insinuaba en el tráiler, donde con un poco de imaginación casi nos empujaban a creer en una especie de mezcla entre las series televisivas Perdidos (por las teorías conspiratorias detrás del choque del avión) y Héroes (algunos de los personajes parecían mostrar habilidades sobrenaturales tras el accidente).
Por el contrario, Passengers ofrece durante la mayoría de su metraje una acaramelada historia de amor más propia de cualquier melodrama al uso, una suerte de manual de autoayuda para quienes han sufrido en sus carnes una tragedia. Las teorías arriba mentadas tienen también sus momentos de lucimiento, aunque en segundo plano, pero son demasiado escasos como para levantar una cinta que se hunde en el sopor cada vez que se pretende mostrar química donde no la hay: Anne Hathaway se nos pinta como una profesional demasiado pusilánime, y Patrick Wilson no pasa de ser el guaperas de turno, supuestamente carismático. La unión de ambos en muchas escenas es una invitación inevitable al aburrimiento.
Con el paso de los minutos se van acumulando los despropósitos en la trama, ayudando a que los espectadores más avispados adivinen el giro final que durante los últimos veinte minutos de proyección pone patas arriba todo el filme y trata de insertar lógica donde no la ha habido antes. Aquí no hay ni una intriga psicológica ni una historia de amor lo suficientemente sólidas como para interesar a nadie, y la sensación de haber sido timados nos asalta mucho antes de los títulos de crédito finales. Triste balance, pues.