De nuevo Ang Lee demuestra que para hacer una obra maestra no se ha de ser especialista en género alguno. Así lo atestiguan sus obras anteriores, puesto que se maneja con igual soltura en la victoriana “Sentido y Sensibilidad” o en su apoteósica y silenciosa destrucción de la familia americana, “La Tormenta de Hielo”, ambas retratos espléndidos de épocas que poco tienen que ver. Pues bien, en esta ocasión Ang Lee vuelve a las raíces y construye un hermoso cuento épico desde su China natal.
Ang Lee recupera la aventura de peripecias para el cine. Recupera la dignidad de este cine del entretenimiento y nos devuelve la magia y nostalgia de obras como “Los 7 samurais” de Kurosawa o el cine épico de Mizouguchi. Ang Lee afronta este reto con su conocida templanza, afrontando temas de honda enjundia con pulso decidido y firme: El hastío del héroe que renuncia a la lucha y busca no sólo la paz espiritual sino recuperar el amor de su vida, negado únicamente por una cuestión de “prudencia y dignidad”; la búsqueda del objeto (la espada) que encarna el elemento de conflicto interno de nuestro héroe; el amor vedado, el amor impuesto, el desamor, la venganza, la traición, y por encima de todo el conflicto entre el bien y el mal que nuestra joven protagonista no desentraña hasta el final de la historia.
Este es el marco de la película, cuya puesta en escena y reparto son excepcionales, pero si hay una cosa que tienen en común todas las obras de Lee es su afinado sentido de la expresión narrativa para acentuar las cuestiones vitales de la historia. Cada frase es una sentencia sobre la vida. La dimensión espiritual oriental impregna la historia en todo momento y dota de una densidad conceptual este “aparente producto de mero entretenimiento”, y es aquí donde radica el principal mérito del autor.
Con todos estos elementos Ang Lee emplea todo su talento, su sensibilidad incuestionable, y crea otra obra maestra.