Por si algún aficionado a los videojuegos (y particularmente a Max Payne) todavía lo dudaba, no, no estamos ante la adaptación que cambiará el rumbo de los traslados de videojuego a cine, las cosas siguen tan mal como estaban. Estamos ante una corriente que aspira como límite máximo a la mediocridad, salpicada por algunas cintas para perseguir tirando piedras a sus responsables, y alguna presentando candidatura para pasar a los anales del cine como despropósito antológico.
Para el resto de cinéfilos, los que se hagan preguntas sobre el nuevo estreno protagonizado por Mark Wahlberg, quién es ese Max cuyo personaje interpreta (o mejor arrastra con desidia por el metraje), decirles que hablamos de otra de esas marcas que en videojuego representaba unas cualidades únicas que no pudieron ser trasladadas con suficiente dignidad a la gran pantalla.
Negábamos al principio que esta adaptación fuera a cambiar algo, porque quizá si una producción llegase a hacer las cosas con suficiente eficiencia y esmero, se lograría cambiar la percepción sobre la rentabilidad de marcas como la que nos ocupa y respetar el filón argumental que actualmente se está despreciando en productos menores. Se conseguiría, pues, cuantificar al numeroso público consumidor al que se maltrata machacando a sus símbolos.
En ese sentido, en el mundo del cómic el balance de adaptaciones mediocres o ingnominiosas dio un giro en cuanto los resultados empezaron a dar frutos relevantes, y ahora parece que las grandes productoras no se fían de proyectos faraónicos si no hay un tipo embutido en mallas dispuesto a salvar el mundo. Eso mientras productos excepcionales como God Of War van a parar a manos de Bret Ratner (que todo sea dicho, no era su peor destino) cuando se lo debían estar disputando a toda costa los mayores realizadores.
Max Payne no es una película vergonzosa. Destaca tan poco por mala como por buena, y sin la comparación con el original sería de una irrelevancia llevadera. Su impotencia al tratar de reflejar la atmósfera que nos angustiaba en el videojuego desde la primera secuencia, se agrava por una falta de cohesión en que algunos planos rozan la serie B y otros parecen sacados de Sin City, mientras tomas y tomas de ventisca agotan más de lo que ambientan.
Hay algunas lecciones que en esta suerte de adaptaciones se olvidan, pero que globalmente acaban en la misma conclusión: dar una entidad cohesionada que haga funcionar al resultado autónomamente como cine. Incluso si se pretende ser inverosímil y con personajes exaltados, apostarlo todo a esa carta y darle una función o sentido. No es el caso de Max Payne, que ocasionalmente parece recordar algunos recursos visuales de su original, y en algunos tramos tira de personajes chirriantes de los que sí caben en Playstation, pero a los que cuesta apreciar en celoluide sin chocarse con el actor sobreactuando.
La indiferencia de esta jugada de Moore (Tras la línea enemiga, El Vuelo del Fénix, Omen...), al que sus precedentes le daban una vena videoclipera que aquí no ha logrado un mínimo grado de consistencia, no puede disculparse por su indignación ante los cambios padecidos en la sala de montaje, obrados por la productora para hacerse con una aprobación a públicos mayores en su calificación por edades. El guionista debutante -Beau Thorne- tratando de seguir los pasos digitales es insustancial en idéntica medida. Pero lo peor del caso es que, midiéndolo por experiencias previas, su mediocridad es incluso asumible. Síntoma inequívoco de lo mal que están las cosas.