Después de escribir y dirigir aquella entrañable Cásate conmigo (2007), Michael Ian Black vuelve a ceder una historia para que la dirija otro, en este caso el televisivo David Schwimmer –el inolvidable Ross Geller de Friends–, que se pone detrás de la cámara por segunda vez en su carrera tras la ya lejana Desde que os fuisteis (1999). Pese a que ambos autores sean americanos, Corredor de fondo desprende un innegable y atractivo aroma británico.
Dennis es un pobre diablo que el día de su boda con Libby, a quien ha dejado embarazada, sufre un ataque de pánico y huye antes siquiera de poder acercarse a la iglesia. Con el paso de los años ambos siguen viéndose cada pocos días, principalmente debido al hijo que tienen en común. Pero cuando aparezca un nuevo hombre en la vida de su ex, nuestro protagonista decidirá competir con él en hombría, así como también demostrarse a sí mismo y a unos cuantos de sus conocidos que es capaz de terminar algo en esta vida, huyendo de la alargada sombra del fracaso que le ha perseguido siempre. De ahí que se apunte a un multitudinario maratón benéfico que tendrá lugar por las calles de Londres.
Corredor de fondo es básicamente una comedia romántica bastante amable y predecible que basa su buen funcionamiento en el personaje principal, interpretado por un Simon Pegg que siempre es un valor seguro –nunca viene mal revisar esas imprescindibles obras de culto que son Zombies party (2004) y Arma fatal (2007), dirigidas ambas por su amigo Edgar Wright sobre un guión suyo y del propio Pegg–. De hecho, también aquí encontramos que el actor ha metido mano en el argumento, consiguiendo que cueste aburrirse cuando tenemos al pobre Dennis en pantalla, tanto por sus intervenciones habladas como por aquellas que requieren de un lenguaje gestual más trabajado (las escenas en el gimnasio son sus momentos cumbre).
Como no podía ser menos en una comedia de estas características, algunos secundarios ofrecen el contrapunto adecuado en cada situación, desde el casero pakistaní hasta el amigo crápula –un entonado Dylan Moran que para la ocasión parece haberse transfigurado en John Cusack–, desviando la atención de una historia principal que se sostiene lo justo para dejarnos disfrutar con unos cuantos momentos brillantes esparcidos aquí y allá a lo largo del filme, sobre todo en la primera mitad del mismo.
Además, pese a lo almibarado o tópico de algunas situaciones (el tramo final es bastante significativo en este sentido), siempre nos queda el consuelo de pensar que al menos el sabor británico de la cinta logra mejores resultados artísticos que si se hubiera filmado la historia en territorio norteamericano. Las atractivas canciones que van sonando de fondo (David Bowie, The Fratellis, Teenage Fanclub, Kaiser Chiefs) denotan un cierto gusto por lo que se está haciendo, y los paisajes urbanos de la capital inglesa acabarán por embaucar a quienes sientan apego por las comedias facturadas en las islas británicas ayer, hoy y siempre.