La incoherencia a niveles elementales de cuanto sucede se multiplica exponencialmente con la acumulación de metraje
De las ficciones que Agustín Díaz Yanes postula expresamente en Sólo quiero caminar como pistas referenciales, quién sabe si relevantes o anecdóticas, para que el espectador comprenda a las cuatro protagonistas así como sus intenciones como guionista y director —pistas entre las que se cuentan El Silencio de un Hombre (Jean-Pierre Melville, 1967) y Grupo Salvaje (Sam Peckinpah, 1969)—, quizás la única que explique el desastroso trabajo de escritura y montaje de su nueva película es la relativa a “Tu Rostro Mañana”, escrita por su amigo Javier Marías.
Y es que la última y monumental novela de Marías gira en torno al silencio como reserva moral frente a la tentación de contar; a las tensiones entre el decir y el actuar; a las dificultades para discernir entre las verdades, los secretos y las mentiras de nuestras vidas, tanto en el mundo real como en el narrativo. Temas que pueden rastrearse en la elusiva y fracturada historia de Sólo quiero caminar, centrada en cuatro amigas delincuentes que intentan sobrevivir entre España y Méjico sojuzgadas por la violencia masculina que caracteriza el entorno criminal en que se mueven.
Pero tan ambiciosa apuesta (de no ser una inferencia errónea por nuestra parte) hubiese requerido de una pericia como cineasta que Díaz Yanes demuestra no poseer. Y nos apena, teniendo en cuenta que sus anteriores películas —Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (1995, en la que nació Gloria Duque, de nuevo presente en Sólo quiero caminar interpretada por la misma actriz, Victoria Abril), Sin noticias de Dios (2001) y Alatriste (2006)—, más allá de sus respectivas calidades, hacían gala al menos de un trabajo con los personajes y sus motivaciones que propiciaba nuestro interés.
Algo que no sucede en este caso. El oscurantismo es de tal calibre que apenas se sabe en ningún momento qué hacen unas y otros, si vienen o van, qué tiempo ha pasado o dejado de pasar entre unas situaciones y otras, quién roba qué, por qué atiza X a Y… la incoherencia a niveles elementales de cuanto sucede se multiplica exponencialmente con la acumulación de metraje, y empieza a generar escenas casi ridículas de puro inconexas o forzadas, como aquella en la que Ariadna Gil y Diego Luna hacen el amor, esa otra en la que Pilar López de Ayala se confiesa en una iglesia vestida de monja, o las postreras con el hijo de Gloria siendo visitado en el bar donde espera a su madre por la mitad del reparto.
En nada ayuda tampoco a la implicación del espectador el nulo trabajo de compenetración entre las actrices, cada una en un registro (con mención especial para el irritante hieratismo de una Ariadna Gil cada vez más perdida como intérprete); ni una realización en la que travellings frontales y cenitales, panorámicas aéreas, imágenes congeladas y otros virtuosismos suenan a ocurrencias y no a un rigor que hubiera debido tener de cualquier modo objetivos más básicos; ni un protofeminismo sustanciado a base de convertir a todos los hombres en simios —con excepción del sensible y atormentado, también de manual, encarnado por Diego Luna— y a todas las mujeres en víctimas sumisas hasta el punto de hacer “de la mamada y el butrón”, como ha señalado Óscar Pablos, “los principales ejes temáticos” de la película.
El crítico arriba firmante ha reseñado en esta página a lo largo del mes de octubre hasta cuatro producciones españolas, y ninguna de ellas alcanza el aprobado. Puede parecer que nuestros criterios son injustos, políticos o malintencionados. Ni mucho menos. Estamos deseando, por nuestra propia salud mental, que nos guste alguna película creada en este país. Más aun: nos ha decepcionado bastante que no haya sido Sólo quiere caminar.