Su padre, condenado a la silla eléctrica cuando él era pequeño acusado de "asesinar niños". Su hijo, joven yonki de dilatada trayectoria, responsable de la muerte de un camello que él, policía, investiga. Si agitamos la mezcla añadiendo elementos como otra yonki de nuera, una vecina con la que las horas de retozar empiezan a ceder por un compromiso imposible, y la prensa que se merienda la noticia, tenemos el dramón de este auténtico Condenado.
El interés radica en cuestiones de medición de culpabilidad, responsabilidades, y cómo recorrer cien minutos de adversidades in crescendo. Todo conspira para la complicación, y el pobre agente tiene que tratar de detener a su hijo, soportar a su ex-mujer, retener a su apañejo y seguir poniendo buena cara. Esto con la aspiración de que esa cara, representando a uno de los actores más grandes de su generación haga obra maestra de cada intervención, y sea el quien lleve en volandas al resto del plantel y arranque emociones en discurso final. Entonces la música se aliará en la tentativa de crear un momento desgarrador, de asunción de fallos cometidos de perezoso guión que la gesticulación de método del actor debe hacer creíbles. Pero acabará por llevar a una conclusión donde tras un escarceo con irrelevancia thriller, algún rizado rizo de efectismo desubicado, las lágrimas conduzcan a un camino de esperanza en que una cinta llamada a justas glorias no deja gran sabor de boca.
Sólo una muestra más de que ciertas figuras deberían aprovechar su crédito para limitarse a películas imprescindibles, cuidando más la fama que merecidamente ganaron.