Una película que plantea incómodas preguntas en torno a cuáles son los valores que rigen verdaderamente en las sociedades occidentales por debajo de las proclamas oficiales
Aunque el guionista y director italiano Matteo Garrone tiene a sus espaldas largometrajes ya reconocidos internacionalmente como Primer Amor (2004) o El Embalsamador (2002), será sin duda esta adaptación del libro homónimo escrito por Roberto Saviano la que va a garantizarle un puesto en la historia del cine creado en los albores del siglo XXI. La película se hecho con el Gran Premio del Festival de Cannes y el Especial del Jurado en Sevilla, pero auguramos no serán ni mucho menos los últimos reconocimientos que se le brindarán a lo largo de la temporada.
Gomorra se desarrolla en la región italiana de Campania y, especialmente, en su capital, Nápoles, donde se asienta desde hace siglos una organización mafiosa llamada Camorra (de donde deriva la palabra ‘camorrista’). La Camorra, contrariamente a la Mafia, no está interesada en relacionarse con los estamentos más poderosos de aquel país; ha preferido siempre mezclar sus actividades con las de su entorno social inmediato, el común de los mortales, hasta el extremo de que resulta imposible distinguir entre lo que es legal o ilegal, o entre inocentes y culpables. Como dice Matteo Garrone, hablamos de “una zona gris entre el bien y el mal que se confunde continuamente”.
La aproximación de Garrone a ese universo diverge respecto a la de un original literario planteado como ensayo de investigación, y se estructura en torno a cinco historias combinadas que pretenden abarcar el conjunto a través de las vivencias de aprendices de criminales, empresarios corruptos, modestos artesanos y matones de base. Ha de advertirse que lo mejor de la película no son ni los vericuetos argumentales de tales historias, confusos, ni la psicología de los protagonistas, desatendida. La apuesta formal –cámara en mano, formato panorámico, fotografía naturalista, muchos actores no profesionales- prefiere primar la inmersión en un mundo absolutamente viciado, por completo ajeno al nuestro y a la vez indisolublemente ligado a él, lo que plantea incómodas preguntas en torno a cuáles son los valores que rigen verdaderamente en las sociedades occidentales por debajo de las proclamas oficiales.
El estilo de Garrone podría etiquetarse apresuradamente como actualización del neorrealismo forjado en Italia tras la Segunda Guerra Mundial. Pero no olvidemos que, como declaraba hace poco alguien que se ha definido a sí mismo como “hijo del neorrealismo”, el cineasta Francesco Rosi (nacido, curiosamente, en Nápoles), aquel movimiento engendrado por Roberto Rossellini y Vittorio de Sica tenía “una postura ética ante la vida […] para recuperar valores humanos […] y transmitirlos”. Mientras que en una película como Gomorra es imposible apreciar ni un ápice de esperanza, lucha o siquiera denuncia. La mirada de Garrone, según propias declaraciones, es “desde el interior y sin juzgar”, y deja al espectador sin asideros ante un panorama vertiginoso que tiene algo de alienígena, de pesadilla. Aunque, por desgracia, uno sepa que para contemplarlo en la realidad bastaría con llegar al final de ciertas líneas de metro o autobús de su propia ciudad.
Es una mirada típica del cine autoral de nuestro tiempo, que ya no sabe uno si ejerce como simple forense o, lo que es aún más inquietante, como profeta de nuevas sensibilidades que desdeñan la empatía y el compromiso por considerarlos concesiones y sólo aspiran a lo que Luis Martínez ha definido como “conmoción fría.” Lo peor de Gomorra no es el infierno dantesco que describe su título. Es que ni tras la cámara ni en las butacas parece insinuarse reacción alguna.