Cuando la realidad y sus propios personajes son mucho más graciosos y transgresores que la ficción, es cosa de ir cerrando la paraeta.
Bud Johnson (Kevin Costner) es un desaliñado holgazán que acumula demasiados retrasos en el pago de facturas y cuyo mayor patrimonio es un prometedor futuro como alcohólico.
Su único lazo con la responsabilidad es Molly (Madeline Carroll), una niña que por algún capricho del destino o gen recesivo es tan avispada como repelente, y cuya conciencia social podría cambiar el mundo o como mínimo desquiciar a sus allegados.
A pesar de ello, su padre le tiene un cierto cariño y aceptaría a regañadientes participar de sus caprichos electorales de no cruzarse obstáculos insalvables en su camino: un despido, unas cervezas y un buen golpe en la cabeza. Pero toda esta serie de infortunios no impedirá completamente la llegada del voto a la urna mecánica, y cuando el Estado de Nuevo Méjico acabe siendo clave para decidir al futuro presidente, cuando allí el número de votantes acabe increíblemente nivelado, Bud se convertirá en el centro del mundo desarrollado al ser la persona que tiene en sus manos decidir el futuro presidente de EEUU.
Un producto de estas características obedece a una única función industrial: ligar un acontecimiento de repercusión como las elecciones USA a una cinta de temática próxima para que la campaña promocional tenga ya trabajo adelantado. Si además el pack incluye actores de reclamo y se puede pasear a uno de ellos la semana del estreno, probablemente a nadie le importe su naturaleza menor o la mediocridad absoluta del resultado final.
El caso del protagonista, eso sí, es especialmente descorazonador. Kevin Costner llegó a hacer pensar en un futuro brillante hace ya demasiado tiempo, para terminar reducido a galán funcional cuyos intentos creativos tras la cámara se convertían en privilegiadas chanzas para la propia industria. Su proceso degenerativo hizo que lo más lógico y sensato fuera limitar su función a la mera administración de fama, a posar ante cualquier tipo de cámara (la de los rodajes, la de los tabloides promocionales) y acabar arrastrándose de una forma similar a la del personaje que aquí representa: un tipo sin mucha más causa vital que la búsqueda de migajas con que seguir alimentándose.
Lo de Costner en todo caso es un detalle más, si bien significativo, de una propuesta como El Ultimo Voto. En ella todo ha de terminar dependiendo de su ejecución, por encima de su argumento electoral elucubrado, de su vocación de crítica política o los ánimos de ridiculizar al sistema. Cuando Stern como realizador y guionista crea ser el máximo visionario de la lucidez crítica al hacer que los partidos políticos se humillen y entreguen a idearios rivales de forma grotesca, todo por convencer a un solo hombre, lo único determinante será si ahí logra ser efectivo en la ridiculización. Pero como sucede con el papel protagonista, se queda en el terreno de las intenciones, y cuando su actor ha terminado reducido a un seductor prejubilado y alopécico, torpemente voluntarioso hasta lo histriónico, la farsa teatral de la que participa se contagia de su dejadez ya que su papel era esencial en la función.
Lo peor de El último voto no es la indiferencia que provoca, ni siquiera su impotencia cómica. Es que como en demasiadas propuestas cocinadas en Hollywood la receta se ha impuesto sobre el sabor, y nuevamente a un planteamiento cómico le ha surgido la vena moralista recalcitrante. Ante los tibios intentos transgresores, el final se rinde a la corrección política más chirriante, declamaciones y bandas sonoras crepusculares mediante. Será porque su exaltada visión del orgullo democrático no ha aprendido lo suficiente de la realidad para admitir necesarias burlas (que curiosamente sí son posibles en las series animadas de la TV americana), pero cuando esa realidad y sus propios personajes son mucho más graciosos y transgresores que la ficción, es cosa de ir cerrando la paraeta.